Author: Raúl Zamorano Farías1*
1 Author affiliation: Centro de Estudios Teóricos y Multidisciplinarios en Ciencias Sociales / CETMECS – UNAM, Ciudad de Mexico, Mexico.
* Correspondent author: Raúl Zamorano Farías – rzamorano61@gmail.com
Received: 31 10 2021. Accepted: 14 10 2021. Published: 29 12 2021
DOI: 10.46473/WCSAJ27240606/20-12-
Category: Research paper
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Although at present the concept of the paradoxical form has been extended to the most diverse disciplinary fields, surpassing classical thought, it carries with it the status of ambiguity, uncertainty and even incomprehensibility that traditional thought gave it, which has been in charge of suppressing the paradoxes to only exploit the distinction between being and not being, since analyzing other questions would force self-implication of what is considered as an undue epistemological action from the ontological tradition.
Precisely, this work analyzes and problematizes the treatment that scientific reflection has given to the problem of paradoxes, in order to examine the conditions of their possibility, which depend on a particular configuration of distinctions with which social systems operate in modern and modern society, where the prevalence of uncertainty, contingency and asymmetry is recognized.
Empirically, it is assumed that the operation of the paradox, that is, the difference, refers to the operation of a system or, in other words, to the observation of the observations of the observer who observes and, consequently, that scientific knowledge it has no contact with reality, but is a product of a knowing system that self-referentially and contingently constitutes the real from the distinctions. Therefore, the forms of the paradox can only be treated when they are observed by the observers, this is from a perspective that today is called second-order cybernetics, de-paradoxising the paradox as a distinction that produces distinctions and knowledge.
Keywords: paradoxes, observer, distinctions, self-reference, complexity.
Si bien en la actualidad el concepto de la forma paradoja se ha extendido a los mas diversos campos disciplinares, sobrepasando el pensamiento clásico, arrastra consigo el estatuto de ambigüedad, incerteza e incluso incomprensibilidad que le imprimió el pensamiento tradicional, el cual se ha encargado de suprimir las paradojas para solo explotar la distinción entre ser y no ser, toda vez que analizar otras cuestiones obligaría a la autoimplicación lo que es considerado como una acción epistemológica indebida desde la tradición ontológica.
Precisamente, este trabajo analiza y problematiza el tratamiento que la reflexión científica le ha dado al problema de las paradojas para examinar las condiciones de su posibilidad, las cuales dependen de una particular configuración de distinciones con las que operan los sistemas sociales en la sociedad moderna y, en donde, se reconoce el predominio de la incerteza, contingencia y asimetría.
Empíricamente, se asume que la operación de la paradoja, es decir la diferencia, está referida a la operación de un sistema o, dicho de otra manera, a la observación de las observaciones del observador que observa y, en consecuencia, que el conocimiento científico no tiene contacto con la realidad, sino que es producto de un sistema cognoscente que constituye autorreferencial y contingentemente lo real a partir de las distinciones. Por lo tanto, las formas de la paradoja pueden ser tratadas solamente cuando se observan por los observadores, esto es desde una perspectiva que hoy es llamada cibernética de segundo orden, desparadojizando la paradoja como distinción que produce distinciones y conocimiento.
Palabras clave: paradojas, observador, distinciones, autorreferencia, complejidad.
Los estados de desorden son siempre mucho más que los estados de orden.
Segunda ley de la termodinámica
La palabra paradoja, deriva del griego para (contra) y del latín doxa (opinión), y significa lo contrario u opuesto a los principios establecidos por la sana reflexión. Consecuentemente, al desafiar nuestro conocimiento y certezas, la noción de paradoja parece originar una regresión al sentido común o, incluso, a una reductio ad absurdum de las nociones que orientan el correcto pensar (Ferrater Mora, 1981, p. 323; Abbagnano, 1996, pp. 888-889). Por lo tanto, el problema de las paradojas fue y ha sido considerado una cuestión incomoda para el análisis lógico, filosófico matemático, social y, por cierto, religioso (Eco, 2002).
Históricamente, el problema y la observación de la paradoja ocupó un lugar marginal y fue rechazado por el pensamiento no solo filosófico y matemático, o por la dogmática religiosa, sino también por la reflexión científica en general, debido precisamente a su aparente estatuto indescifrable, ambiguo e incierto, el cual no ofrece respuestas y tampoco permite conocer el origen ni el fin de las causas primeras, suficientes y necesarias y, por lo mismo, no ofrece soluciones paraclíticas ni ‘verdaderas’ (1). En el devenir evolutivo de las ideas, este rechazo se fue modulando en torno a la eventual credibilidad subjetiva o la necesaria admisión objetiva y demostrable de las paradojas, caracterizando las renovadas disputas desde el empirismo aristotélico, pasando por el moderno idealismo hegeliano, en un permanente intento de explicar lógicamente las paradojas (2).
Con el predominio de la lógica explicativa todo/partes, la determinación objetiva y causal de las relaciones entre las cosas y tras el retornó de la moral trascendental, ha sido frecuente que en el pensamiento contemporáneo el concepto de paradoja sea también utilizado como instrumento de prueba hipotético frente a la fragilidad de soluciones posibles o, más ordinariamente, como moneda de cambio para traficar opiniones desde el sentido común (Morin, 1994; 1999) Así, y hasta nuestros días, el peso de la tradición se ha encargado de suprimir las paradojas explotando la distinción entre ser y no ser, para sostener que sólo la identidad del ser existe (Luhmann, 1990; 1998; 2007; 2013).
Abordar el problema de la paradoja y su desparadogización, sin embargo, no puede ya ser revestido con la vieja semántica ni del ‘error’ ni del ‘misterio’ y tampoco como un subproducto de la pereza mental o de la posible síntesis entre opuestos, al contrario, exige más bien reconocer que la generación de la forma paradoja es inherente al operar de la observación (3); esto es, reconocer la paradoja como forma generadora de forma. O, para decirlo en otras palabras, reconocer cómo el observador observa observaciones sobre la base de distinciones que siempre generan otras distinciones (4).
Pero de qué hablamos cuando hablamos de las paradojas.
El lector se enfrenta, por decirlo así,
con la paradoja de saber lo que aún no sabe.
N. Luhmann (Zettelkasten)
Como es sabido, en la clásica conceptualización griega el sofista trata de adquirir el dominio de razonamientos engañosos y desarrolla el arte de la persuasión a través del ocultar la verdad y potenciar la paradoja (‘engaño’). Quizás y por lo mismo, la mayor parte del discurso (retórica) debía moverse para concitar, mediante la exhortación y el recuerdo, un cambio de actitud hacia la esperanza, el miedo, el deseo o la gloria (Cicerón, 1999, p. 337). Es decir, sobre como argumentar ‘lógicamente’ el fundamento de un lenguaje esotérico e incomprensible para la mayoría de las personas, aún cuando este fuese en contra del sentido común y rayase en lo absurdo o en una evidente contradicción lógica. Recordemos a Epiménides, el celebre cretense quien sostenía que todos los cretenses eran mentirosos o, la paradoja de Protágoras sobre Evatlo, en donde la determinación de la verdad está ya dirigida a la misma determinación de verdad (Abbagnano, 2006).
Precisamente, en ese contexto, para la tradición griega las paradojas eran útiles solo si revelaban la ‘inutilidad de una tesis’ (absurdum), en caso contrario, debían ser desechadas y negadas toda vez que representaban un instrumento perjudicial para la razón y también un obstáculo a la verdad comprensible y definida (Aristóteles, 2014; Abbagnano, 2006). De ahí que, para Aristóteles (2002), las paradojas se encontraban esencialmente a medio camino entre la opinión (doxa), la falsedad o insolubilia (el fin de los sofistas) y aquello que no podía ser concebible como real (afirmación), constituyendo mas bien ese exquisito arte del simulacro generalizado de reconocer lo prohibido, para luego desconocerlo (Rancière, 2013) porque, además, si no había una solución tampoco había problema.
Por lo mismo, si las proposiciones debían ser verdaderas o falsas, siguiendo la regla aristotélica, las paradojas no pueden constituir fundamento alguno de la pulcra reflexión, menos si se refieren a ellas mismas, es decir, si son autorreferenciales, ya que las aseveraciones autorreferenciales conducen precisamente a paradojas (von Foerster, 1994; 1998). Sobre esa base, en lo sucesivo y dependiendo entonces del origen (filosofía, teología, matemáticas), en su advenir marginal solo se aceptará tanto las figuras paradójicas útiles (positivas), si manifiestan la contrariedad, cuanto las figuras paradójicas inútiles (negativas), si evidencian la falsedad, el engaño.
Orientado por la atávica perspectiva del pensamiento greco romano, el análisis lógico confinó la figura paradoja a la contrariedad, a la irracionalidad, a la incertidumbre y angustia del oscuro pensar, de la misma manera que la tradición científica ilustrada se encargará de suprimir las paradojas explotando la distinción ‘lógica’ entre ser y no ser, para afirmar que sólo el ser existe de acuerdo con sus propias distinciones, y no en su diferencia con el no ser, aún cuando a la misma metafísica ontológica le fue caro disimular las paradojas instaladas en su esquema observacional ser/no-ser.
Arrimados a los albores de la modernidad ilustrada, la utilización de estas ‘figuras especulativas’ se orientó a demostrar (cuando no condenar) el desarrollo del pensamiento y de ciertas ideas toda vez que, por ser ‘equívocas o absurdas’, éstas constituían antinomias inadmisibles e infundadas que solo potenciaban la flojera mental (Kant, 1969). Había pues que alejarse de las paradojas, sobre todo si el análisis del problema conducía a la autoimplicación, lo cual constituye para la tradición lógico-ontológica. una acción epistemológica no solo indebida, sino inaceptable (Luhmann, 1995).
Frente a la moderna radicalidad kantiana, Hegel será el primero en afirmar y asumir la forma de las paradojas no ya como un signo para la invalidación a priori del pensamiento, sino al contrario, como un criterio admisible de la verdad metafísica, toda vez que la contradicción en vez de negar las antinomias justifica su existencia. Es decir, que en el comportamiento lógico de la doble negación (tesis / antítesis), las paradojas merecen ser observadas porque todo lo que es efectivamente real, contiene en sí determinaciones opuestas. Esta será la formula propuesta por la dialéctica para desparalogizar la paradoja.
Recordemos que para Hegel el concepto de paradoja –en su forma empírica– es el de contradicción, antítesis, autonomía/dependencia (2009, pp. 286-301; 1995). Por lo tanto, las contradicciones asociadas a las antinomias kantianas debían ser superadas, pero no mediante su supresión o negación, sino asumiendo estas contradicciones para posibilitar la síntesis. Hegel ofrece así la prueba de que en lo distinto se activa lo idéntico, mediante su metafísica lógica en la que el espíritu, al operar distinciones hasta alcanzar su forma absoluta (lo-en-sí en-sí-mismo), no olvida nada, y en su perfección, todo lo posible se realiza, es decir, lo único que se excluye es la exclusión (Luhmann, 2007, p. 333).
La lógica ilustrada empieza entonces a tolerar la utilización de las paradojas para marcar un espacio controlable y así velar por las proposiciones a cuya verdad no pretende renunciar. No obstante, las paradojas seguirán siendo inaceptables si entran en contradicción con esas verdades (Luhmann, 2015, pp. 17-20). En la epojé epocal, igual dirección orienta a la ciencia en general, y la física clásica en particular, para sostener que no era posible situarse en la indeterminación (incertidumbre), ya que desde los últimos dos siglos todas las victorias del saber se habían fundado sobre la base del determinismo; tal que aceptar lo contrario sería prácticamente retornar a la barbarie.
En esta lógica, la física clásica vinculaba entonces el conocimiento completo a la certidumbre (leyes), para garantizar no solo la verdad, sino también la previsibilidad del futuro y la posibilidad de retroceder el pasado. Retengamos que estas ideas serán preeminentes hasta los años treinta del siglo XX, pues la física insiste en que todos los atributos de un objeto, incluyendo su posición y su velocidad, se podían medir con precisión, y que el único límite o error impuesto estaba dado por la tecnología, lo cual los llevo a creer que se trataba de problemas específicos, de errores ocultos que se podían rastrear y eliminar (Luhmann, 2015, p. 17; Prigogine, 1996).
Consecuentemente, la problematización y reflexión sobre las paradojas permaneció condenada al ostracismo de la inteligencia, la cual ejercía una fuerte presión para eliminarlas de y en la construcción de los sistemas explicativos formales. Incluso luego del desconcierto e incertidumbre que generó el colapso de los paradigmas epistemológicos clásicos en el sistema de la ciencia, el problema de las paradojas se vio nuevamente obliterado tanto por el solipsismo subjetivista cuanto, por el realismo metafísico, únicos habilitados para descubrir ‘correctamente’ la causa en sí y resolver el problema del conocimiento y de la verdad.
Frente al colapso de las explicaciones científicas deterministas y al fin de las certidumbres sumarias (leyes), la reflexión sobre la forma paradoja permaneció al margen, y la respuesta epistémica se articuló más bien sobre la base del relativismo ingenuo y de la ‘emergencia de lo nuevo’, en donde todo da lo mismo, caracterizando así los tiempos por venir de la razón cínica, como irónicamente señala Sloterdijk (2003). Al respecto, piénsese en la reemergencia de la moral trascendental, el retorno de la sujetología, el pensiero debole, el fin de la historia, la ‘postracionalidad’ ética y, en la actualidad, las luchas ‘espirituales’ en contra del ‘epistemicidio’ y la pujanza por el todo vale postmoderno, que a martillazos reaviva la retórica de los viejos y nuevos sofistas repitiendo nuevamente el pasado vestido de futuro y, por lo mismo, la impotencia científica del deber ser (De Ventós, 2004).
En este reestreno de los mitos del solipsismo subjetivista y del realismo metafísico, que se revitalizan y fortalecen mutua y exegéticamente en su búsqueda del origen óntico y ontológico de la verdad, si bien se reconoce que la completitud del mundo no puede ya resumirse a la totalidad y tampoco retrotraerse a una justa ley para disipar lo inútil e insoluble, se es también incapaz de renunciar al sujeto, a la causalidad y al determinismo que revelan el correcto y apodíctico orden al que obedecen las cosas y la sociedad.
La creencia en la causalidad es superstición.
L. Wittgenstein
El reposicionamiento de esta vieja pulsión del Einen und Ganzen, compuesta de modo artificioso entre la metafísica y el oscurantismo (Habermas, 1990), reestabilizó una fuerte influencia comunicativa, así como una enérgica orientación moral en torno a lo correcto o incorrecto del conocer e incluso sobre lo ‘justo e injusto del saber’ (objetividad – subjetividad / verdadero – falso / razón – emoción) (Zamorano Farías y Hernández García, 2017), y cuya función ha sido sostener la identidad, la cualidad o esencia del origen y de la totalidad, para sustentar las creencias y negar lo contingente (incertidumbre).
Lo anterior ha comportado que la razón del ‘sentido común ilustrado’ y del cretinismo académico de alto nivel (Morin, 1994, p. 16), sigan afirmando que todo acontecimiento es causado por un acontecimiento, de tal suerte que todo acontecimiento podría ser predicho o explicado en lógica determinista causa/efecto (James, 1897), renunciando operativamente ha explicitar la autoestructuración e incertidumbre en los procesos sociales, así como también la forma en la cual estas se observan. Es decir, se sigue renunciando a explicar en su construcción las formas de estabilización de la complejidad –en tanto incremento geométrico de las relaciones, distinciones y, por tanto, de las paradojas– (Luhmann, 1998; 2007; 2015).
En términos no solo epistemológicos, enfrentar esta actitud científica, implica necesariamente reconocer el fin de las certidumbres, del orden y del determinismo causal y también decir adiós a los principios (Marquard, 2000) y, en consecuencia, asumir la emergencia de una nueva racionalidad, en donde –por cierto– sigue en juego nuestra relación con el mundo, y particularmente con el tiempo (Prigogine, 1996, pp. 12–25), solo que aventajando la mirada lineal y aceptando el espacio de experiencia del observador (Koselleck, 1993).
Evidentemente, esto presupone que se reconozca y acepte que no existe una realidad ontológica externa (fija o trascendental) que hubiese que representar mediante el uso de principios iniciales y sus consiguientes resultados, según un esquema causal y determinista clásico. Por ende, esto lleva también a reconocer que las diferencias (paradojas) no pueden ser evitadas o anuladas, sino que más bien que deben ser puestas en evidencia y problematizadas (Luhmann, 2015, p. 18).
Es decir, significa el reconocimiento de aquello que es posible sin ser necesario (contingencia), como lo son las acciones humanas (el amor, por ejemplo), las cuales no pueden ser conocidas con certeza previamente por nadie, ni siquiera por Dios (Aquino, 2001, pp. 215-217); si es que existe.
Pero no solo las acciones humanas son contingentes y a la deriva (Maturana y Mpodozis, 1992). Hace ya tiempo que la física cuántica constató que cuando se mide una propiedad, como la velocidad, no se puede obtener una medición precisa de otras propiedades, como la posición. Es el conocido principio de indeterminación de Heisenberg (1927), conforme al cual –en la investigación física– la determinación de la posición de una partícula supone la indeterminación del estado de movimiento de esa misma partícula (si se sabe dónde está, no se puede saber a qué velocidad se mueve, y si se sabe a qué velocidad se mueve, no se sabe dónde está), y aquí el observador es fundamental. Schrödinger, con el experimento mental del gato (1935), demuestra de forma puntual las paradojas, interrogantes e incertidumbres a las que se aboca la mecánica cuántica cuando interviene el observador.
Es claro entonces que en la modernidad de la sociedad moderna (Luhmann, 1998, p. 131), una diferencia radical de la modernidad reside en la forma en que se construye el futuro sobre la base del reconocimiento de la contingencia, de la incertidumbre, y no solo determinado por la causa y la necesidad (Luhmann, 1992a, pp. 59-65), por el orden o las certidumbres.
El reconocimiento, o la entrada de la incertidumbre –la nada sartreana podríamos decir–, en la reflexión y el conocimiento es la inconsolable constatación factual de que el orden y desorden, la posibilidad y la necesidad no representan una relación antagónica sino una compleja y paradójica relación de complementariedad del observador que observa observaciones, en función de tematizar y establecer determinados límites para la experiencia posible y para la teoría pensable, en la compleja construcción de la realidad social (Koselleck, 1993, pp. 118-336-337-342-343).
Precisamente, en la reintroducción del observador en la observación radica la incertidumbre de la certidumbre técnica (Prigogine, 1996), y también el fin de los principios que privilegian el orden, la estabilidad y el sentido común –sea ingenuo o ilustrado– de la ciencia clásica, superando inclusive la categórica división cartesiana entre sujeto y objeto que había dominado el conocimiento durante casi cuatrocientos años. Incluso, en los albores del siglo XXI, hasta I. Wallerstein (2004) debió mostrarse de acuerdo con el principio de incertidumbre y las ciencias de la complejidad, en tanto y cuanto una expresión de rebelión contra la ciencia dominante del determinismo causal y contra las ideas hegemónicas y lineales del objetivismo histórico determinista del pasado.
Tal que, en nuestros días, al menos se reconoce en todos los niveles de observación el papel primordial de las fluctuaciones y la inestabilidad, lo cual activamente comporta observar la complejidad desde un nivel de observación que se configura a partir de una epistemología constructivista (epistemología de la epistemología), potenciada por una reflexividad de segundo orden (von Foerster, 1991; 1998; Luhmann, 1998; 1996a; 2015; Spencer Brown, 1999, p. 31).
Epistemología constructivista en donde el conocimiento no emerge a partir de entidades primeras –de la cosa–, sino del observar la genealogía de relaciones que, a través de distinciones y diferenciaciones (complejidad), permiten construir nuevas combinaciones y, con ello, nuevas relaciones de relaciones que se identifican como ideas, significados, signos, símbolos o conceptos y que, incluso, por ser creadas es posible también negarlas. Operativamente lo anterior entraña y presupone la emergencia de nuevas relaciones y atributos cognitivos, mas no ya sobre la base de la totalidad sino del establecer límites entre el sistema y su entorno para vincular los procesos reflexivos y de autoorganización en el marco de la complejidad, lo cual significa además que la originalidad de la vida no está en su materia constitutiva, sino en su complejidad organizacional (Piaget, 1968; 2010, pp. 295-335; Morin, 1994; Maturana y Mpodozis, 1992; Maturana y Varela, 2004; von Foerster, 1991, 1994; Luhmann, 1999, pp. 69-89-91-124).
Se trata entonces no de buscar certezas o verdades finales, sino de explicitar cómo para regular las consecuencias de la diferencia de debe reforzar la diferencia. Es decir, explicar la recursividad y auto–estructuración, las paradojas e incertidumbres en los procesos sociales, así como también la forma en la cual éstas se observan.
Esto significa reconocer, además, que los niveles de autoorganización que operan en el observador (cognoscente/cognoscible) derivan de un conjunto de asimilaciones y operaciones simultáneas de diferenciación e integración (desequilibrio y reequilibrio) en el complejo cognoscitivo y, cuyo resultado, es la construcción de otro nivel cognoscitivo (Piaget, 1968; 2010). Además, en tanto construcción de formas, estas operaciones no son permanentes, de suerte que van actualizando una dinámica sociogenética reestructurable, la cual configura estructuras y procesos cognoscitivos que orientan las formas de pensamiento del observador. De un observador que traza una diferencia y que al hacerlo marca una distinción y una indicación (Spencer Brown, 1999: 1). Es decir, que construye sentido; que tiene intencionalidad (Husserl, 2005: § 50-62).
Por consiguiente, distinguir y construir la forma consiste en el adiestrar la observación en el uso de distinciones como operaciones propias del observar (Spencer Brown, 1999). Incluso si es la construcción de la forma verdad, porque la forma verdad es solo una construcción que constituye una forma de adaequatio intellectus et rei (von Foerster, 1998: 29).
Si en un espacio no marcado se traza una línea, o lo que sea, con el trazado se efectúa una operación doble y recursiva: se indica y al mismo tiempo se distingue. Distinguir / indicar es trazar una distinción, lo cual asimismo entraña y presupone un sentido. Por tanto, todo lo que es susceptible de ser observado obtiene, en virtud de la operación observacional, una forma con dos caras: la indicada y la no indicada. Toda operación produce una diferencia (Luhmann, 1998, p. 224). Si ella debe ser observada, también el sistema observador produce una diferencia en un doble sentido: por un lado, entre él mismo y aquello que observa; por otro, entre su objeto y el unmarked space del que saca lo observado (Spencer Brown).
Para la epistemología de la epistemología y para las ciencias cognitivas, esta operación tiene consecuencias relevantes en la distinción e indicación que llamamos observación del mundo, del mundo social que se convierte en tema en cuanto mundo que se observa a sí mismo y, por lo tanto, posibilita tantas observaciones como distinciones sean dables (Luhmann, 1996a, pp. 67-68); y también porque la operación de observar implica distinguir e indicar, es decir, crear un sentido, y no ‘encontrar’ o ‘descubrir’ el sentido, sea del ser, de la historia o de las ‘emociones’. Se trata más bien de constatar las posibilidades, es decir, las paradojas, puesto que las paradojas son siempre un problema del observador y de quien observa observaciones, para producir distinciones que producen otras distinciones (Luhmann, 2015, pp. 22-23).
Luhmann (2015, p. 22) señala que esto reconoce a la lógica de George Spencer Brown su significado vital, hasta ahora escasamente reconocido para la teoría del conocimiento, porque en conexión con ella se desarrolla una terminología que interpreta el conocer como observar y describir, y el observar y el describir como la operación de distinguir e indicar.
Huelga decir que, en los hechos, incluso antes del cogito ergo sum, operativamente para pensar marcamos una diferencia sobre la que luego pensamos, porque el observador impone determinaciones, no solamente sobre su posición temporal, sino también sobre el conjunto de propiedades de lo que observa. Exactamente, ese es el motivo por el cual el observador traza una distinción (y excluye otras sin eliminarlas), lo cual se corresponde exactamente con el imperativo de selectividad de los sistemas, sean estos psíquicos o sociales.
Nur die Kommunikation kann kommunizieren.
N. Luhmann
En el marco de las leyes de la forma, para un observador la incapacidad de tomar una decisión se encuentra en el hecho de que no es posible indicar uno de los dos valores sin indicar también el otro; el observador se encuentra oscilando entre los dos polos y se vuelve imposible el sostener tal observación (Corsi, et al., 1996, pp. 123-126). Dicho en otras palabras, las condiciones de posibilidad de una operación –distinguir, decidir–son al mismo tiempo las condiciones de su imposibilidad (Luhmann, 2015).
Empíricamente, asumimos entonces que la operación de la paradoja, es decir la diferencia, está referida a la operación de un sistema o, dicho de otra manera, a la observación de las observaciones del observador que observa; y precisamente porque el conocimiento científico no tiene contacto con la realidad, el conocimiento es producto de un sistema cognoscente que al comunicar constituye lo real, solo que para todo observador el sistema observado es opaco (Luhmann, 2016, p. 125). Por lo tanto, toda distinción es inherentemente paradójica, precisamente porque los dos lados que la constituyen siempre están presentes contemporáneamente; por ejemplo, verdad y falsedad no van en contra la una a la otra, más bien constituyen una paradoja, y la paradoja –la unidad de la diferencia– no se destruye, sino que se oculta, se despliega o desparadojiza (Luhmann, 1996b; 2015), y tampoco puede constituir una síntesis que de cuenta de la oposición; es más, lo dos lados se necesitan mutuamente tanto como Dios y el diablo (Malvezzi, 1993).
Como se ha indicado, si el observador marca una distinción, e indica mediante el trazado de distinciones que se observan como formas, hablamos entonces de un ‘sistema’, el cual en tanto y cuanto sistema está clausurado operativamente. Maturana y Varela señalan que las relaciones constitutivas de un sistema son relaciones que determinan la topología de la organización autopoiética y, por ende, sus límites físicos, tal que en los seres humanos es la autopoiesis del sistema psíquico la que define la individualidad (Maturana y Varela, 2004, p. 82).
Por lo mismo, como sistema autopoiético, el observador (sistema psíquico o social) al trazar una distinción se hace consciente de sus limitaciones y debe reconocer que tiene puntos ciegos en sus observaciones, es decir que no puede observar todo desde el centro o desde ‘fuera’ del universo porque, en primer lugar, no existe acceso a una realidad externa y, en segundo lugar, toda observación de primer orden que renuncia a su estatus privilegiado debe estar en condiciones de indicar lo que no ve (von Foerster, 1991).
Siendo así, la operación contingente de distinguir e indicar la realiza el observador introduciendo una distinción en un espacio–sin–marca para generar una diferencia (un antes). Luego, para observar el punto ciego de su observación, debe realizar una autoobservación reflexiva de su observación (conocer como conozco); es decir, una reflexión de segundo orden (un después), lo cual ciertamente requiere tiempo (Luhmann, 2005, pp. 97-106; 1996, pp. 64-75). Por lo mismo, huelga señalar que la observación de la observación opera sobre distinciones temporalizadas (sobre el tiempo), tal y como lo describe la cibernética de segundo orden (von Foerster, 1984; 1991, pp. 89-93; Spencer Brown 1999, p. 31), la teoría general de los sistemas sociales (Luhmann, 1990; 2005, pp. 102-108-109), la historia (Koselleck, 2014), la sociología (Elias, 1989), y el derecho (Teubner, 2005).
Por lo tanto, construir la forma (poder, saber, verdad, amor, dinero) consiste en adiestrar la observación en el uso de distinciones como operaciones propias del observar (Spencer Brown, 1999; Luhmann, 1996a; 2015), puesto que estas formas, como toda forma, son eso, una construcción. Marcar entonces una distinción e indicar –para construir una forma– rompe precisamente con el esquema sujeto/objeto y elimina las cualidades ontológicas con las que se había ungido hasta ahora al ‘sujeto’, porque además el observador no es ningún sujeto que se distingue de un ‘objeto’, más bien es la distinción sujeto/objeto que es observada como una construcción hecha por un observador, que maneja distinciones (y no la cosa, la substancia o su origen).
En efecto, con la observación de observaciones se ‘supera’ la observación de primer orden (el qué de la cosa), así como la disputa ente sujeto/objeto y también la relación causal y onto–teleológica, desplazando a la lógica clásica y moderna, pues si en la observación de primer orden se observan ‘objetos’ (qué), quien quiera observar reflexivamente deberá observar cómo esos ‘objetos’ son observados. Por un lado, se trata entonces de la búsqueda de las condiciones de posibilidad del sentido del ser antes que del principio (Heidegger 2009: § 6) y, por otro, de renunciar a la longeva y recalcitrante reproducción intelectual de los clásicos: oposición, trasmisión, síntesis, trascendencia.
De igual forma, la operación de observación marca un confín en derredor de aquello que hace (no observa el ‘todo’); se distingue a sí misma y como tal es una operación restrictiva, discriminatoria y contingente (Luhmann, 2015, p. 28), por lo tanto, la observación de segundo orden observa precisamente esa doble diferencia porque observa un observador (un límite), y observa el modo en cómo este observador observa observaciones. En los hechos, el observador (sistema) observa como observa y observa como puede, por lo tanto, las posibilidades de observación son también indeterminadas, paradójicas, arbitrarias e ilimitadas. Sin embargo, esto no constituye un límite para que varios observadores seleccionen una determinada distinción y operen en igual sentido, sea en la ciencia, en el derecho, en la política, etcétera (Luhmann, 2005, p. 97; 2015, p. 24).
Ahora, si en la operación de observar se construye una diferencia, un sentido (toda vez que incluso para negar algo primero hay que construirlo: sentido del ‘sin’ sentido), esto presupone una operación básica: la cesura que hace posible que un objeto se distinga respecto de otros y pueda ser indicado (Spencer Brown 1999, p. 30), lo cual no puede ser si no la construcción de un observador (es indudable que sin motivo no se puede hacer ninguna observación). Operativamente, todo lo observado depende de la distinción que el observador utilice, por lo tanto, se puede distinguir, en principio, cualquier cosa de cualquier cosa, lo cual se entiende sólo como un ‘manejo de distinciones’, mas no como el todo vale o todo da lo mismo de la lógica postmoderna (De Ventós, 2004).
Si bien (en principio), una observación no puede autoobservarse al tiempo que observa (no se puede ver que no se ve lo que no se ve) (von Foerster, 1991), las observaciones son operativamente autónomas y la distinción es la base de la observación, porque de otro modo se observaría algo que sería ‘otro’. Por lo tanto, si las observaciones no pueden ser exactas, y más bien se caracterizan por su arbitrariedad e indeterminabilidad, la restricción de cualquier observación consiste en que no se puede introducir una distinción de manera autoimplícita, porque la distinción es siempre una forma de dos lados; por ejemplo, la contraposición entre cristianos/paganos o griegos/bárbaros.
Notamos que estas descripciones nacen de una forma de observar en la que el lado exterior de la forma es excluido socialmente, porque todo operar con sentido siempre reproduce también la presencia de este excluido. No obstante, es claro que en la descripción entre griegos/barbaros, los bárbaros son diferentes a los griegos, éstos no poseían la capacidad del logos, con lo cual no eran considerados hombres. Por tanto, la distinción griegos/bárbaros podría entonces diferenciar a ambas sociedades (mas ésto lo sabemos sólo retrospectivamente) (Luhmann, 2007, p. 698), pero no podría compararlas, porque no trataba al otro lado de la forma en calidad autorreferencial (comparable).
De ahí que no se puede distinguir sin antes haber distinguido. En otras palabras, no se puede distinguir sin indicar porque las dos operaciones son simultáneas e interdependientes. En este sentido, siempre hay que considerar que existe una diferencia elemental entre la observación de primer y de segundo orden (es decir, entre el qué y el cómo), porque la observación de segundo orden es siempre posterior, es destemporalizada respecto de la observación de primer orden, pero además es una observación de la observación que observa y no de lo que se observa.
Con la observación de segundo orden el carácter esencialmente paradójico del conocimiento (científico) se acentúa, y sobre la base de conceptos cotidianos y cabalmente aceptados se procede a mostrar, en forma progresiva, de qué modo los conceptos llegan a desarrollarse hasta desembocar en materias tales como retroalimentación, estabilidad, regulación, ultra-estabilidad, información, codificación y ruido (Ashby, 1956, pp. 7-8), y con ello se hace determinante el reconocimiento de la intervención del observador –‘sujeto’– en la constitución del ‘objeto’, lo cual el principio de objetividad había negado (Luhmann, 2007)
Precisamente, lo que hace posible un estudio de los sistemas psíquicos y sociales con un instrumental conceptual análogo, sería la propia condición de los sistemas autopoiéticos autorreferentes que presentan tanto los unos como los otros (Luhmann, 2007, p. 47); sumado a las adquisiciones evolutivas y a la dinámica de la modernidad que favorecen el desarrollo de probabilidades para las cuales no existe ya una lógica causal, sino posibilidades de observación de observadores o, dicho de otro modo, de posibilidades propias de la cibernética de segundo orden.
Esto es precisamente lo que marca la différance, la no–simultaneidad del presente consigo mismo, esa presencia de la ausencia en tanto y cuanto un producto de la propia ausencia presente de la que nos habla Derrida (1998, p. 42; 1989) o también, podemos sostener, de la paradoja de la observación que en el operar de la distinción crea distinciones (Luhmann, 2007; 2015).
Las paradojas son formulaciones que no afirman nada.
N. Luhmann
Sobre la base de lo señalado, es claro que abordar el problema de la paradoja y de su desparadogización ya no puede ser revestido con la vieja semántica ni del ‘error’ ni del ‘misterio’ (Luhmann, 2016, p. 37) o del engaño. Se trata más bien de problematizando el problema de cómo en la actualidad se construye conocimiento.
Con se objetivo, Luhmann sustituye la búsqueda del fundamento último por la observación de observaciones, y la lleva al reexamen del papel de las paradojas, de la sthenografia, en la construcción científica del conocimiento. Tras desplegar una discusión con aquella tradición que conceptualizó las paradojas como problemas indeseables que debían ser evitados o lógicamente corregidos (desparalogizados), y desde una perspectiva constructivista del conocimiento y de la observación de segundo orden, Luhmann señala que las paradojas se crean cuando las condiciones de posibilidad de una operación son al mismo tiempo las condiciones de su imposibilidad. Es decir, que surgen cuando el observador, que en tanto tal señala distinciones, evidencia la forma de la unidad de la distinción que está utilizando (Luhmann, 2015).
Superando la lógica de la contradicción o negación de lo paradójico, recurre al cálculo formal propuesto por G. Spencer Brown (indicar / distinguir) para hacer de la paradoja un dispositivo dinámico y creativo y no algo que pueda sencillamente negarse o eliminarse para sin más ocupar su lugar (Luhmann, 1987, p. 04). Al contrario, con el cálculo formal de la observación, las paradojas ofrecen la posibilidad de crear, de construir problemas, que, si bien no pueden resolverse, pueden ser siempre analizados mediante otras observaciones para la reconstrucción de complejidad cognitiva, cualquiera que sea su objetivo. Exactamente, visto desde una perspectiva cognitiva, se trata de enfrentar autobloqueos del conocimiento que no pueden resolverse lógicamente, sino tan solo creativamente, desparadojizando la paradoja.
En caso alguno esto significa que se deba retornar a una descripción ontológica, causal o dialéctica que supondría que el sistema mismo se esfuerza por demostrar el origen o alcanzar la síntesis, más bien se trata de reconocer sistemas cuyas operaciones internas realizan algo determinado a costa de otras cosas y, con ello, permiten cruzar las fronteras internas de las respectivas distinciones utilizadas, para realizar otras distinciones (Luhmann, 2007, p. 392).
Sobre la base de distinciones, se trata entonces de reconocer la formulación de formas paradójicas que no afirman nada, porque no existe nada que corresponda con ellas. Se puede elegir si partir de verdad/no verdad, guerra/paz, mujer/hombre, bueno/malo, etcétera, pero una vez que se ha optado por una o por otra distinción no se tiene más posibilidad de ver la distinción como unidad, como forma, solo con la ayuda de otra distinción; esto es, como otro observador, el cual a partir de una distinción genera distinciones, desparadojizando la paradoja (Luhmann, 2015, pp. 18-23).
Por lo mismo, toda distinción es inherentemente paradójica, precisamente porque es autorreferencial, los dos lados que la constituyen siempre están presentes contemporáneamente y hablan de sí mismo: una no verdad científica es siempre científica, la enfermedad problematiza la salud y no el ‘alma’, todo derecho genera un no derecho, la alternativa sin alternativa es alternativa (Luhmann, 1996b), tanto como decidir cuestiones que son por principio indecidibles (von Foerster, 1992), e incluso como el mentiroso que al mentir dice la verdad.
Además, y como se ha señalado, antes de la observación ya está operando el observador, por lo que quien observe la observación y marque el unmarked space, marcará la otredad, el lado excluido, el punto ciego –que el observador de primer orden no vio– constatando un principio de incertidumbre en el examen de cada instancia constitutiva del conocimiento.
Esto convierte a la observación en reconstructiva y autorreferente, puesto que la observación de segundo orden retemporaliza secuencialmente el cómo de la observación. Es decir, la posibilidad de proseguir las operaciones autopoiéticas –la constitución de formas–, porque la constitución de sistemas exige contextualizar (Luhmann, 2015, p. 18), ya que cada sistema puede construir la propia identidad en cuanto sistema, sólo distinguiéndose de su entorno y –por lo tanto– negando lo que él mismo no es. Cognitivamente, el sistema se encuentra entonces en la condición de deber observar la distinción –que el mismo ha creado– entre sí y el propio entorno (lo otro), como un producto autorreferente y evidentemente propio.
En cuanto sistema, es claro que está obligado a distinguirse de un entorno que no le pertenece, observando al mismo tiempo que tal entorno no es otra cosa más que un producto de sus propias operaciones; situación que es de suyo paradójica y nos recuerda la idea de Husserl sobre la percepción de la imagen de la otredad que, en última instancia, es siempre una imagen creada por el yo y no por la otredad. Allí pertenecen a lo propio concreto de mí mismo tanto la percepción constituidora como el ente percibido (Husserl, 2005: § 53).
Reconocer esto genera las condiciones de posibilidad para construir y delimitar una forma comunicativa –científica– no ya sobre la base de supuestos contenidos causales, ideales o axiológicos, sino de un entramado de problemáticas para las cuales habrá de elaborarse otras posibilidades de observación y también de generación de paradojas y de puntos ciegos, porque las paradojas no son una trasgresión de la norma lógica que se podría obviar con adecuadas intervenciones. Las paradojas son constitutivas de la comunicación (Deleuze, Guattari, 1980, pp. 89-90), tanto como los individuos que están fuera de la sociedad, pero sin los cuales la comunicación sería imposible, porque es operativamente observable que los individuos, estando excluidos de la posibilidad de determinar los estados de la comunicación, generen las condiciones de su posibilidad.
Existen dos clases de verdades: las triviales, cuyo opuesto es, evidentemente, imposible, y las verdades profundas, que se caracterizan porque su opuesto también es una verdad profunda.
Niels Bohr
La sociedad moderna se describe a sí misma como policontextual. Esto significa que se describe con ayuda de una multiplicidad de distinciones, sirviendo al mismo tiempo las distinciones con las cuales un observador designa sus objetos para distinguirle a el mismo de sus objetos y situarle en un unmarked space, desde el que puede observar algo, pero no su acción de observar (Luhmann, 2013, p. 219).
Científicamente, hemos de suponer que el desarrollo de paradojas, esto es, de la sustitución de distinciones de identidades firmes, debe su plausibilidad a su adecuación a las estructuras sociales (Luhmann, 2013, p. 223) y su relación de la semántica de una sociedad cuyas formas de diferenciación funcional sistémica se actualizan en cada momento.
Si en la modernidad de la sociedad moderna se acepta la perdida de las certidumbres y se reconoce la contingencia, donde todo es posible mas no necesario, el solo hecho de que esto se comunique presupone reconocer la arbitrariedad, pero una arbitrariedad entendida como señal de orden de observar al observador que observa (Spencer Brown, 1999; Luhmann, 2015).
Sin embargo, el problema científico estriba cuando la reificación de un tipo de comunicación científica se vuelve salvífica, cuasi teatral, normativamente axiológica y también crítica y ‘políticamente correcta’, tal que ya no requiere de clarificaciones conceptuales, sino solo creencias o de conceptos esponja para ‘explicar’ lo trascendental, lo general y también el todo del todo (Bachelard, 2013, p. 66-78-80-87), exacerbando los valores, esa hambre insaciable de a priori, lo cual curiosamente pasa hasta desapercibido para el siempre agudo sentido ‘crítico epistemológico’.
Un proceder científico en donde se privilegia al observador de primer orden, quien describe la ‘cosa’ amparado en su ‘objetiva’ subjetividad y que, consecuentemente, se asume como portador de un saber superior toda vez que sabe cómo y qué prescribir, reformar y administrar de la sociedad (universalismo humanista). Un descriptor crítico y moralmente competente, con un impulso impecable y con una perspectiva de visión insuperable, lo cual puede incrementar el debate ideológico, pero deviene científicamente improductivo, útil solo a las sectas (Luhmann, 1992b).
Inversamente, asumir la diferencia y la ironía cibernética quita a la apariencia de subjetividad el suelo de los pies al disolver el yo y luego hacer que retorne el observador (Sloterdijk, 2011, p. 80-83), solo que esto presupone desarrollar una cultura de la complejidad más allá de creer que la complejidad conduce solo a la eliminación de la simplicidad (Morin, 1994), sobre todo si se reconoce que los conceptos cargan siempre con una paradoja de base, pues afrontan el problema de la probabilidad de lo improbable (Luhmann, 2007, pp. 325-326).
Se trata entonces de pensar cómo se construye e integra el despliegue de posibilidades, de manera útil para desbloquear la situación, y no de lo único a través de desintegrar o reducir la paradoja que no se comprende, más aún cuando sabemos que el espíritu de la contradicción y el gusto por la paradoja los llevamos todos dentro (Von Goethe, 2018). Sin embargo, mientras se siga apelando a la lógica de la verdad objetiva (teoría económica), de las negaciones y opuestos (teoría critica), de las relaciones causales y eficientes (rational choice), de esencias y preeminencias del mítico sujeto o del impoluto objeto (sociología), lo que se ofrece como ‘ciencia’ no puede estimular el progreso teórico sino únicamente fases de excitación y de agotamiento que dependan del tenor descriptivo o exegético de la cosa en sí.
Al contrario, reconocer las paradojas como posibilidad creativa estimula el pensamiento, y pensar, había dicho Heidegger, significa dar gracias y también significa respirar (Sloterdijk, 1999).
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