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¿CÓMO LLEGAMOS HASTA AQUÍ? ORDEN SOCIAL Y CAMBIO SOCIOCULTURAL

ABSTRACT

En este artículo abordamos el problema de la relación entre orden social y cambio sociocultural. En el acercamiento a esta inquietud cobran especial relevancia los principales factores que hicieron posible las transformaciones operadas en los últimos cien años. En ese tránsito se instala el modernismo como plataforma de lanzamiento de los cambios culturales, se consolida el igualitarismo en los vínculos sociales, como reverso de las relaciones verticales rígidamente estratificadas que regularon los intercambios comunicativos en el período precedente, y esos dos factores contribuyen a darle forma al democratismo como desvío y distorsión de las expectativas democráticas que habían despertado luego de la caída de los experimentos totalitarios de la primera mitad del siglo XX. Al día de hoy, y al final de estos cambios socioculturales, estamos en presencia de los efectos psicosociales derivados: primero, el intento de los sectores medios de poner en practica la buena voluntad cultural como mecanismo de ascenso social, y luego, ante el fracaso de esa tentativa, el advenimiento de una nueva masa de excluidos que están agrupados bajo la denominación de perdedores e insatisfechos de la modernidad. Esta nueva configuración de sujetos sociales canaliza su decepción como resentimiento e incorporan a su sociabilidad (trato, presencia y expresión ante los demás) en los sistemas de interacción las nuevas formas de agresividad contemporánea y vulgaridad moderna que se fueron gestando desde aquel punto de partida que nos hizo preguntar ¿cómo llegamos hasta aquí?, y que nos permiten decir “hasta aquí hemos llegado”.

Palabras claves:

Orden social y cambio sociocultural – Modernismo – Igualitarismo – Democratismo – Perdedores e insatisfechos – Resentimiento – Vulgaridad moderna.

1 ¿Cómo llegamos hasta aquí?

Quien se hace la pregunta “¿cómo llegamos hasta aquí?” está mirando en el presente, y en retrospectiva, un determinado orden social que se toma como punto de partida para la observación de alteraciones, modificaciones y transformaciones en el plano sociocultural y los efectos psicosociales que esos cambios producen en los individuos y en las relaciones entre ellos. En definitiva, quien se formula la pregunta “¿cómo llegamos hasta aquí?” se interroga por el tránsito, mediado por el cambio sociocultural, entre un orden social y otro diferente que lo sucede en el tiempo.

El orden social es el resultado de acontecimientos que se combinan entre sí para producir realidad significativa y, de ese modo, hacer posible el funcionamiento de la sociedad. Realidad significativa es cualquier cosa, hecho o estado del mundo que, una vez observado (percibido, pensado, comunicado), adquiere sentido para el observador. Los acontecimientos observables y combinables para producir sentido y, por lo tanto, orden social, son las acciones sociales y las comunicaciones. Las acciones son sociales siempre y cuando sean portadoras de sentido y estén orientadas a otro. Las comunicaciones son una variante de la acción social porque, además de estar orientadas a otros y ser portadoras de información, llevan consigo la expectativa de ser comprendidas y respondidas por aquellos a quienes van dirigidas. 

Los acontecimientos no tienen duración: desaparecen una vez que ocurren. A una emisión verbal  le sigue otra; una acción deja de existir ni bien se ejecuta (lo que se desvanece es la acción, no sus efectos). Pero, además, no todos los acontecimientos son combinables entre sí. Tres luces de cualquier color, combinadas de cualquier manera, no producen un semáforo (comunicación con sentido, orientada a otros). Por eso, para hacer posible el mantenimiento de la vida social, el concepto de acontecimiento necesita de un complemento que le otorgue esa capacidad de enlace de uno con el otro en el tiempo, para producir sentido comprensible. Ese concepto complementario es el concepto de estructura (Luhmann, 1998a, p. 265). Si se quiere, la estructura es la sintaxis social que limita las posibilidades combinatorias de los elementos para producir sentido. El sentido producido como resultado del enlace de acontecimientos dentro de una estructura hace posible la comunicación y la comunicación hace posible la sociedad. 

Las estructuras están hechas de expectativas. Las expectativas son conocimientos o creencias subjetivas o colectivas relacionadas con el curso futuro de los acontecimientos acerca de los que se sabe que puede pasar (expectativas cognitivas) o acerca de lo que se cree que debe pasar (expectativas normativas). Frente a un acontecimiento uno no espera que a continuación suceda cualquier cosa. Uno espera que el acontecimiento siguiente esté encuadrado dentro de un menú de opciones posibles. Si la expectativa se cumple, entonces queda satisfecha por el acontecimiento. Si la expectativa no se cumple, entonces desilusiona. Por eso, las expectativas nos permiten evaluar los acontecimientos con la distinción satisfacción/desilusión. Por lo tanto, las estructuras de la sociedad, por medio de las expectativas, definen los límites impuestos a la combinación de acontecimientos.

Según Luhmann, nuestras expectativas acerca de conductas ajenas se forjan no en lo que podemos esperar de tal o cual individuo, sino en la construcción de identidades por parte de quien observa los comportamientos de otros. Una identidad es una combinación de diferencias seleccionadas por un observador y orientadas a producir una generalización simbólica relativamente estable acerca de un individuo. Así, las identidades sobre las cuales nos hacemos alguna expectativa con posibilidades de mantenerse en el tiempo y adquirir sentido normativo, se construyen combinando rasgos seleccionados por el observador, sobre personas, roles, programas y valores (Luhmann, 1998a, p. 288).

Las personas son formas, recortes, delimitaciones del repertorio de conductas del otro, realizados a partir de las observaciones de uno, en los sistemas de interacción (Luhmann, 1998b, p. 174). Los roles son pautas de acción preestablecidas que las personas despliegan y exhiben durante su actuación frente a otros. Los programas le agregan a las acciones de quien ejecuta el rol, las estrategias que considera más adecuadas para satisfacer (o desilusionar) las expectativas del otro. Por último, los valores son lo esperable de las expectativas y expresan deseos o preferencias positivas o negativas respecto de objetos, situaciones o acciones con las cuales la persona está relacionada.

1.1 Instituciones y normas institucionalizadas

 

Cuando las expectativas orientadas al comportamiento de otros (ya sean cognitivas o normativas) se estabilizan y se generalizan, definen los límites de las conductas aceptables, propias y ajenas. Las expectativas estabilizadas y generalizadas adoptan la forma de instituciones. 

En general hay consenso entre los autores en que las instituciones son uno de los principales sostenes que hacen posible el funcionamiento de la sociedad. Giddens dice que las instituciones representan modos relativamente fijos de comportamiento que perduran en el tiempo (Giddens, 1995, pp.781/782). Por eso, dice de ellas que son como el “cemento” de la vida social. Son modos básicos de actividad que siguen la mayoría de los miembros de una determinada sociedad. También Jon Elster ve en la regulación un componente de las instituciones sociales. Para él una institución puede definirse como “un mecanismo que pone en vigencia reglas” (Elster, 1993, p. 146). Esas reglas están impregnadas de valores y se presentan y se aceptan como racionales, fruto del consenso obtenido por quienes están sujetos a la dinámica de la institución.  Parsons define a la institución como “… un complejo de elementos pautados como expectativas de rol…” y distingue tres tipos de instituciones diferentes: 1. Instituciones relacionales, que definen expectativas recíprocas de rol; 2. Instituciones regulativas que definen los límites de la legitimidad de las pretensiones, además de los medios que se utilizan para alcanzar lo que se pretende, y los valores éticos y estéticos implícitos que acompañan a la acción, y 3. Instituciones culturales que definen las obligaciones de aceptar las pautas culturales vigentes y compartidas, convirtiendo la aceptación privada en deber institucionalizado (Parsons, 1966, p. 40). Según Luhmann, las instituciones son dispositivos culturales que, con el propósito de sostener el orden social, tienen como función volver a poner en pie las expectativas que fueron decepcionadas. Dentro de este marco las instituciones funcionan como “medio para asegurar la estructura” ante la posibilidad de que las decepciones sucedan: “Se trata esencialmente de explicaciones de la decepción y de la sanción —aplicables según si las expectativas decepcionadas fueron cognoscitivas o normativas. Las declaraciones de las decepción sirven para volver a la normalidad la situación.” (Luhmann, 1998a, p. 303). En otras palabras, las instituciones sirven para hacerse cargo de las decepciones como acontecimientos consumados (que sucedieron pero podrían no haber sucedido), o acontecimientos posibles (que pueden no suceder pero a veces suceden). 

Para contrarrestar las decepciones las instituciones se hacen cuerpo en normas que surgen del cumplimiento recurrente de las expectativas tanto en el orden cognitivo (pasa lo que se sabe que va a pasar) como en el orden normativo (pasa lo que se espera que debe pasar). Según Parsons, en los sistemas sociales encontramos cuatro tipos de normas modalizadas según su orientación: instrumentales (determinan lo que hay que saber hacer para poder acceder a los objetivos propuestos), permisivas (dictaminan lo que se puede hacer dentro de un marco de acción predefinido),  morales (definen lo que se debe hacer para contribuir al mantenimiento del orden social), y las normas culturales (que orientan el comportamiento atendiendo a lo que cada uno quiere hacer dentro de un rango de posibilidades que mantiene el orden vigente mientras los cambios que se producen en el entorno actúan sobre ese rango haciéndolo más flexible). 

Una vez que se estabilizan socialmente, las normas contribuyen a consolidar el orden social fijando las pautas que definen la normalidad sociocultural. La normalidad sociocultural es un constructo compuesto de requisitos de comportamientos que satisfacen expectativas colectivas que se ubican entre dos extremos que delimitan las conductas inaceptables por exceso (afectación, elitismo) y por defecto (vulgaridad, agresividad). Esos requisitos funcionan como pautas de orientación y criterios culturales de evaluación de los comportamientos, y definen la posición de la conducta dentro del rango de aceptabilidad social en un momento y tiempo determinados. 

Como dice Luhmann, las normas fijan los límites de la realidad significativa utilizada para sostener las expectativas ya comprobadas y socialmente aceptadas: “La esquematización de correcto/falso, aceptable/ inaceptable, normal/anormal o, finalmente, derecho/ no derecho, se encuentra, tomando en cuenta ambos lados de la distinción al interior del orden social.”  Y nos advierte: “La única alternativa a esta normatividad fundante es, como lo ha subrayado Durkheim, la anomia.” (Luhmann, 2005, p. 209).

1.2 Pautas de orientación cultural

 

De acuerdo con Parsons, los objetos culturales (por ejemplo, las normas institucionalizadas) en la medida que son internalizados, forman parte de la personalidad de los individuos; pero, al mismo tiempo, en cuanto resultan ser pautas institucionalizadas, son parte del sistema social. La progresiva internalización de las pautas culturales por parte de los individuos ayuda a hacer más previsibles los procesos de interacción. De algún modo todos, al participar de pautas culturales más o menos compartidas y aceptadas, dejamos de lado algunas reacciones impulsivas en nuestros campos de interacción y abrimos un espacio para la formación recíproca de expectativas de comportamiento. En conjunto, el sistema de creencias, las pautas de orientación de valor y las formas de sociabilidad constituyen los criterios culturales que ayudan y contribuyen a configurar un orden social relativamente estable. 

Las creencias son patrones de orientación cognitivo, independientes de la realidad a la que hacen referencia. Una vez adquiridas e internalizadas, las creencias nos disponen a actuar en un sentido u otro, según las circunstancias. Por eso se dice de ellas que son “disposiciones para la acción”. (Braithwaite, 1974, p. 56). Cuando las creencias se articulan en un sistema de ideas que mantiene una coherencia interna, adquieren la forma de una concepción del mundo. Toda concepción del mundo posee tres características: 1) Afán de saber integral. En tanto que recoge elementos provenientes de los distintos grupos componentes de una misma cultura o sociedad (saber popular, mitos, religión, ciencia), pretende dar respuesta, desde su óptica, a cualquier tema o situación que aborde. 2) Referencia a la totalidad. Como construcción teórica, ideológica, cada concepción del mundo intenta tener acceso a una visión que abarque todos los ámbitos y esferas de la realidad. 3) Solución de los problemas del sentido del mundo y de la vida. Este aspecto está ligado a la praxis de cada modelo de interpretación del estado de situación del entorno. Las concepciones del mundo no son neutrales; su finalidad expresa “en cada caso tan sólo el relieve y el fondo de la política de intereses futuros que trata de justificar cada una de estas típicas ideologías”. (Scheler, 1947, p. 63).

Los criterios valorativos son pautas de articulación entre el sistema de orientación cultural y los otros componentes de la acción. Mantienen un vínculo muy estrecho con las creencias. Son puntos de vista que las personas o las comunidades sostienen y aplican a situaciones, objetos o hechos, mediante la emisión de juicios de valor. Según Parsons, formulan las direcciones de la elección en los dilemas de la acción.  Surgen de la forma que la sociedad, en su evolución, observa el mundo y reduce su complejidad estableciendo distinciones que se expresan en fórmulas del tipo bueno/malo, correcto/ incorrecto, agradable/desagradable, prolijo/desprolijo, adecuado/inadecuado, etc. Esos criterios son, y funcionan como simplificaciones para observar y juzgar la realidad.

Las formas de sociabilidad pueden agruparse en tres grandes categorías que llamaremos apariencia, trato y expresión. Parsons denomina a estas formas culturales de sociabilidad sistema de simbolismo expresivo (Parsons, 1966, p.389). La idea de sociabilidad remite al conjunto de significantes expuestos en formas de comportamientos y maneras de ser que afectan positiva o negativamente la sensibilidad de los otros en los sistemas de interacción. A cada una de estas experiencias le corresponde, por lo menos, una cualidad positiva o negativa y apropiada para cada ocasión afectada por un juicio de valor. La cualidad que acompaña a la apariencia es la presentación; la que impregna el trato es la cortesía, y la que va con la expresión resulta de la construcción de un juego de lenguaje particular y apropiado a la ocasión que conjuga amplitud de vocabulario, formas retóricas y expresiones gestuales armoniosas. 

Se comprende de inmediato la significación que adquiere la internalización de esas pautas, no sólo en el mantenimiento del orden social, sino también en los procesos de cambio sociocultural cuando son objeto de variaciones como resultado de la evolución y de las modificaciones del entorno.

1.3 Cambio sociocultural

 

Las estructuras se mantienen más o menos constantes en el tiempo produciendo una determinada regularidad en la producción y el intercambio de comunicaciones. Además, en la medida que actuamos de conformidad con esas estructuras estamos incluidos y formamos parte de la comunidad a la que pertenecemos. Esa regularidad que se mantiene relativamente estable es lo que nos permite interactuar en diferentes circunstancias con otros miembros de la misma comunidad y, en esa interacción, entendernos y hacernos entender. 

La estabilidad de los límites del orden social es siempre relativa. No existe un orden social absolutamente estático. Los sistemas sociales son dinámicos, es decir, mantienen una relativa constancia en sus estructuras que les permite seguir funcionando, mientras su propio funcionamiento y su apertura al entorno generan modificaciones. 

Recordemos que “un sistema es una estructura que mantiene sus límites” y que esos límites están configurados por las expectativas que forman parte de la estructura. Por lo tanto, el sistema cambia cuando cambian sus estructuras, es decir, cuando se modifican las expectativas. Desde luego, todos los cambios estructurales presuponen acontecimientos pero, como sabemos, los acontecimientos no pueden cambiar porque desaparecen en cuanto tuvieron lugar. Por eso, el problema se presenta cuando las relaciones entre acontecimientos dentro de una determinada estructura permiten o no permiten la continuidad del funcionamiento del sistema. Analizar tales situaciones requiere observar el sistema (la sociedad, la educación, la religión, el sistema de justicia, etc.) y sus elementos en el tiempo: lo que antes permitía que el sistema mantuviera sus límites (estructura), ya no lo hace; acontecimientos que antes, dentro de una determinada estructura resultaban aceptables, ahora no se admiten. 

El problema del cambio se instala cuando se produce alguna modificación en las condiciones del entorno. El cambio en las condiciones del entorno produce alteraciones en los límites que guían las acciones y las comunicaciones que hasta ese momento permanecían constantes, y servían como punto de referencia para evaluar la relativa estabilidad del sistema. Un cambio en la manera de vestirse, una forma de presentarse en una reunión, una transformación en el lenguaje pueden generar situaciones que alteren las expectativas vigentes hasta ese momento respecto de esos acontecimientos. De manera que el cambio estructural requiere de situaciones en el sistema en las que es comprensible y plausible que las expectativas cambien.  

Sin embargo, el cambio estructural presupone la autoconservación del sistema. Esto significa que ese cambio sólo es posible mientras quede asegurada la continuidad del funcionamiento del sistema dentro de un orden social cuya continuidad resulte aceptable. Por eso Luhmann recalca que el límite para cambios estructurales se encuentra en la función de las estructuras que consiste en limitar las posibles combinaciones de elementos (acciones y comunicaciones) para que el sistema pueda seguir funcionando. 

En relación con este requerimiento simultáneo de cambio y autoconservación de la estructura, cada situación presenta, al mismo tiempo, tres posibilidades. En primer lugar, una acción o una comunicación se vincula con otra dentro de un marco estructural en el que las expectativas convergen. El otro y yo nos saludamos cuando nos encontramos, y respetamos las convenciones vigentes para ese tipo de intercambios. En este caso, uno y el otro, en sus interacciones, mantienen una sintonía de expectativas más o menos convergente. Una segunda posibilidad es que una acción o una comunicación se enlace con otra a partir de expectativas divergentes. Aquí uno y el otro interactúan bajo expectativas valorativas diferentes. Dentro de un contexto o de un ámbito de formalidad uno saluda al otro respetando las normas de cortesía y el otro responde el saludo ignorando esas normas y acentuando el acercamiento y la confianza. Por último, la autoconservación del sistema exige que el cambio estructural tenga un límite. Esto quiere decir que las transformaciones o alteraciones en los componentes estructurales que regulan los intercambios lleguen hasta el punto en que más allá de ciertos márgenes de aceptabilidad, el funcionamiento del sistema vea peligrar su continuidad. En el ejemplo anterior, el otro responde el saludo con un insulto.  En resumen, la relación cambio/autoconservación estructural se da bajo condiciones de expectativas relativamente convergentes, expectativas divergentes, y limitación de las divergencias. 

Según Luhmann, el cambio estructural se puede producir por tres motivos sistémicos diferentes. Uno de esos motivos es la adaptación del sistema a nuevas condiciones aparecidas en el entorno (diferencia sistema/entorno). Los sistemas de interacción mutan de la formalidad a la informalidad. Un segundo motivo es el que le plantea al sistema social el desajuste que puede producirse entre los elementos (acciones y comunicaciones) y los límites que impone la estructura. La cortesía va perdiendo predicamento y la confianza gana terreno progresivamente. Esos desajustes obligan al sistema social a poner en acto mecanismos de autoadaptación. Un tercer motivo de cambio es la morfogénesis. Se trata de “una estructura capaz de transformarse activamente a sí misma sin desaparecer como tal” (Navarro,  1996, pp. 436-465). En general, los cambios estructurales se realizan o bien ad hoc, como adaptaciones, o bien en forma incontrolada y morfogenética (Luhmann, 1998a, p. 323). En cualquier caso, todo cambio social, trátese de una adaptación al entorno o no, es automodificación de la estructura (Luhmann, 1998a, p. 318).

Las alteraciones en el entorno provocan tensiones entre la demanda de producir cambios con una orientación diferente en el orden social vigente, y la pretensión de mantenimiento de las expectativas. De modo que las tensiones no son el inicio del cambio, sino más bien el resultado de la forma diferente en que se combinan los elementos del sistema respecto del modo como se vinculaban antes de los cambios en el entorno. Por lo tanto, como hizo notar Parsons, las tensiones que produce el cambio social siempre muestran una doble alteración: por un lado, alteración en los límites que conforman la estructura del sistema y, por otro lado, alteración en las pretensiones de mantenimiento del orden social tal como funcionaba hasta ese momento. Exhibe, en los distintos actores del sistema, un interés por cambiar y un interés por mantener las cosas como están.

En resumen, el cambio sociocultural supone cambio de expectativas colectivas o culturales, dentro de ciertos límites. El cambio social es siempre cambio de expectativas respecto del direccionamiento, la orientación y la realización de acciones y comunicaciones. Dicho de otra forma, el cambio social supone un cambio cultural en la forma en que se producen y reproducen los acontecimientos.

2. ¿Adónde hemos llegado?

 

2.1 Un punto de quiebre en el orden sociocultural

 

Hay cierto consenso entre los historiadores sobre la cisura (Barzun, 2001, p. 851) que produjeron en “la historia de las mentalidades de la Modernidad” (Sloterdijk, 2020, p 17), la atmósfera cultural que envolvió el tiempo de la Primera Guerra Mundial y la muerte del arte clásico (Onfray, 2018, p.418) dentro del mismo período. Hasta ese momento las pautas de orientación cultural hegemónicas provenían de la diferenciación social estratificada impuesta por la nobleza. La función principal de los criterios valorativos y los recursos expresivos aristocráticos era diferenciarse del vulgo y actuar como un contrapeso social frente a la burguesía en ascenso. Dentro de ese orden social se había establecido una normalidad sociocultural de trazo fino. Los requisitos que componen la normalidad sociocultural de trazo fino pueden ser satisfechos por unos pocos. Las exigencias son muchas y de difícil acceso. Por lo tanto, es una normalidad que disminuye la inclusión y aumenta la exclusión social. 

Dentro de ese contexto el código valorativo desde el cual la aristocracia observaba las comunicaciones dentro de los sistemas de interacción era distinción/vulgaridad. Su cometido no era otro que el de imponer, en las formas de sociabilidad, el comportamiento social distintivo de los buenos modales y del buen gusto. Las clases burguesas ascendentes la siguen de cerca, pero no tienen tanto tiempo libre para establecer las pautas de comportamiento y de gusto de aquellos a quienes imitan. Imitan a la nobleza y sus modales pero, por esta razón, resulta que las formas de comportamiento que han establecido los círculos cortesanos se hacen inservibles como medios de diferenciación y los grupos nobiliarios que marcan la pauta están obligados a imponer nuevas formas de comportamiento con el fin de mantener siempre vigentes los criterios de distinción. Al terminar la Gran Guerra se produjo una transformación de gran calado en las prácticas socioculturales. La concepción del mundo aristocrática se derrumba y es reemplazada  por la que impone la burguesía en ascenso que da lugar a la formación de una nueva atmósfera cultural: el modernismo.

2.2 Modernismo

El modernismo es el resultado de la combinación de individualismo, expectativas de emancipación e igualitarismo. El individualismo se caracteriza por sobreestimar las capacidades y aptitudes que cada uno cree poseer e impone la exigencia de darle rienda suelta y sin límites a esa autopercepción. El individuo se hace egocéntrico, queda cautivado por su propia subjetividad y se vuelve incapaz de salir de sí mismo.  La búsqueda desmedida del  propio interés, el afán de utilidad individual y las pretensiones de bienestar y confort cierran el cuadro individualista. La emancipación es uno de los temas culturales de esta época. Todos quieren liberarse y, para eso, nada mejor que eliminar cualquier lastre que lo impida y uno de esos lastres son las pautas y criterios que regulan el comportamiento social. Se trata de prescindir de cualquier restricción cultural o norma social que le impida, a cada cual, manifestarse, expresarse y presentarse según sus deseos, sin atender a los requerimientos que las circunstancias o la ocasión requieren en sintonía con las pautas culturales de la colectividad a la que uno pertenece. Finalmente, el igualitarismo completa el menú de rasgos que caracterizan al modernismo. El primer paso que dio la modernidad para imponer el principio igualitarista consistió en terminar con todo lo que oliera a distinción, diferencia o excepción porque eso significaba respetar y aceptar que no somos todos iguales. Una vez impuesta la igualdad que todo lo nivela había que dar el siguiente paso. El proyecto igualitarista sustituye las diferencias naturales por diferencias prefabricadas. Ya no hay que preguntarse dónde están las diferencias sino cómo fueron construidas. El problema consiste en saber dónde y cómo la sociedad moderna fabrica las distinciones que le son apropiadas y están en condiciones de ser aceptadas. Antes que exhibir diferencias conviene al espíritu de la época mostrarse y sentirse codo a codo con los demás. A partir de aquí sólo quedaba dentro del mismo lodo construir aquellas distinciones que fueran o estuvieran hechas a medida de sus fabricantes. Para el igualitarismo las diferencias humanas, vistas desde la óptica de la igualdad son extemporáneas, irrelevantes y deben ser reemplazadas por las diferencias funcionales: servir/no servir, útil/inútil sustituyen la distinción mejor/peor. El sistema educativo moderno amplificó el igualitarismo (recordemos el slogan de Comenio: “enseñar todo a todos”), y la difusión del entretenimiento de masas se instaló como el recurso por excelencia, nivelador del gusto. Sloterdijk agrega que la cultura de masas se encarga de exacerbar la tarea de llevar a la cúspide de la exposición a figuras poco interesantes. Se hace llamativo aquello que, en sí mismo, no tiene nada para llamar la atención. En general, cuando uno se da cuenta, advierte que eso que ahora está a la vista de todos no es muy diferente de lo que ya se había visto antes. “Más de lo mismo” es la nueva sensación de los observadores ante la irrupción de los ídolos populares en la escena social. Según dice el mismo autor, la cultura de masas hace de la “alianza entre trivialidad y efectos especiales” (Sloterdijk, 2005, p. 47), su mayor logro.

2.3 Democratismo

Desde mediados del siglo pasado la atmósfera sociocultural modernista estrechó lazos con la democracia y de este entrecruzamiento surgió el democratismo. El democratismo es la situación contemporánea que impulsa la tendencia a extrapolar al resto de los sistemas sociales los ideales de inclusión, igualdad, derechos, libertad y atenuación de sanciones negativas que apuntalan la democracia como forma de gobierno. Cuando todas las distinciones y los criterios del democratismo se trasladan al entorno de la política, es decir, cuando pasan de la forma de gobierno al funcionamiento de otros sistemas como la educación, la salud, la familia o al interior de las organizaciones (empresas, organismos del Estado) con el propósito de aplicarlos y así “democratizar” los vínculos, se instala de hecho una horizontalización de las relaciones con la consiguiente eliminación o disminución a su mínima expresión de las diferencias de jerarquías, roles y estatus.

La promoción de la igualdad sin matices minimiza al máximo las desigualdades fácticas (por ejemplo, diferencias de capacidad, formación o aptitud en el ejercicio de tareas específicas). La expansión de derechos sin su correspondiente contrapartida de obligaciones, es otro rasgo del democratismo. La ley que otorga derechos no requiere ningún esfuerzo de contraprestación por parte del individuo. La defensa irrestricta de las libertades sin tener en cuenta la afectación de ese ejercicio sobre el entorno es otro efecto del individualismo modernista. La  libertad es concebida como vida sin ley y ya no como autogobierno. Cada uno juzga y actúa por sí mismo, atendiendo a sus deseos, priorizando sus necesidades inmediatas y de acuerdo con su sensibilidad. Los individuos son libres, por supuesto, pero ignoran las restricciones que requiere la vida comunitaria porque carecen de los medios para autogobernarse. Respecto de las sanciones, tanto positivas como negativas, el democratismo sustituye la recompensa, es decir, el lado positivo de la distinción, por la indulgencia como vía o atajo para eliminar o disminuir al mínimo la aplicación de castigos.

En conjunto, todas estas prácticas y estrategias democratistas generan un clima cultural propenso a desalentar el ejercicio de autosuperación tanto individual como colectiva que redunda en un achatamiento de rendimientos y en una merma de incentivos y estímulos para el crecimiento y la creatividad tanto individual como colectiva.

2.4 Individualismo y buena voluntad cultural

 

Una vez instalados socialmente el modernismo y el democratismo el sujeto que los encarna asumió dos perfiles diferentes. Una variante de este sujeto enfatizó el rasgo individualista del modernismo, se identificó con la burguesía que aspiraba a mimetizarse con la aristocracia, tomó la senda de la búsqueda de ascenso social, y eligió la estrategia de la buena voluntad cultural. La  buena voluntad cultural es el resultado del tránsito de la sociedad estratificada a la sociedad funcionalmente diferenciada. Este tránsito hace posible el cruce sociocultural entre sujetos que, por su posición de clase, hasta ese momento estaban imposibilitados de encontrarse y comunicarse dentro del mismo espacio social. El momento de auge de la  buena voluntad cultural coincide con las expectativas individuales y sociales de movilidad social ascendente del período posterior a la finalización de la Segunda Guerra Mundial, y se extiende hasta el inicio del último cuarto del siglo pasado. Durante ese lapso los individuos que pertenecen a los estratos medios de la sociedad creen que si imitan las formas de comportamiento más “nobles” tendrán más oportunidades de mejorar sus condiciones socio-económicas y aumentar su capital social y cultural. A partir del momento en que esa posibilidad se hace real se configura una clase social que no conoce, pero reconoce y adopta las formas de comportamiento de los estratos altos y las imita sin coherencia ni cohesión. Los comportamientos de quienes practican la buena voluntad cultural se apropian de modos, maneras y estilos que no forman parte de su realidad, y en la ejecución de esas prácticas carecen de la unidad que exhiben las de quienes por su posición de origen social conocen la sintaxis y la gramática de esas conductas. En este sentido la  buena voluntad cultural oficia como recurso y estrategia de mejoramiento del individuo y su entorno. Desde la percepción o desde las expectativas de quienes la practican, la buena voluntad cultural servirá para acercarse a los de arriba y diferenciarse de los de abajo. En pocas palabras, les será útil también a ellos para distinguirse de los que consideran social, económica y culturalmente inferiores. Bourdieu, tratando de ser preciso con una estocada de su esgrima verbal, sostiene que la buena voluntad cultural, en definitiva, no consiste en otra cosa que en vivir “por encima de las posibilidades” y a costa de grandes sacrificios para obtener sólo magros resultados en la búsqueda de aceptación por parte de los imitados (Bourdieu, 1998a, p. 323).

 2.5 Del ideal de formación a la realidad de la seudoformación

Quienes adoptan la buena voluntad cultural como estrategia para posicionarse socialmente depositan sus expectativas de realización en el sistema educativo y, en particular, en el ideal tradicional, todavía presente dentro de las corrientes pedagógicas modernas, que entienden la educación como una práctica en la que convergen instrucción y formación para el mejoramiento de los individuos y de la sociedad. 

Desde los inicios de la escuela moderna el objetivo de la instrucción es dotar a los estudiantes de capacidades y habilidades que sirvan para la vida práctica. El saber hacer, la adquisición de una “técnica” para desempeñarse en tal o cual tarea está por encima y por delante de otras consideraciones vinculadas, por ejemplo, al sistema psíquico o al comportamiento social del individuo. Desde entonces, la instrucción es funcional a los intereses de la burguesía que le permite desempeñar sus tareas en las diferentes áreas de la producción, la economía y en la administración (Adorno, 1959)

La formación, en cambio, tiene otras pretensiones. El contenido de ese concepto es una herencia de la pedagogía del siglo XIX. La educación que tiene como propósito la formación integral de la persona (tal como suele leerse todavía en buena parte de los principios que guían los objetivos de muchas instituciones educativas), se convierte en una tarea que busca moldear o, si se prefiere, remodelar una materia que le llega en bruto utilizando como recursos el conocimiento y la verdad que provienen del campo de la ciencia, y el bagaje cultural legado por la tradición, en forma de obras de arte, ideas filosóficas, interpretaciones de textos canónicos, etc.. Dirían los aristotélicos que se trata de dar forma a lo que se presenta informe tanto en el orden material como en el orden espiritual. El educando va a la escuela sin forma y gracias a los procesos cognitivos en los que participa, sale de ella formado (Dallera, 2010, p. 59) 

Pero eso es sólo parte del contenido del concepto heredado. Para la pedagogía moderna, todavía vigente en los tiempos de la buena voluntad cultural, la formación apunta a modelar la capacidad reflexiva, la disposición teórica, el dominio del comportamiento propio (la formación de un ethos), la sociabilidad y el gusto del individuo. En pocas palabras, hasta mediados del siglo XX la formación era entendida como la apropiación de la cultura por parte de individuos que, por intermedio de esa adquisición aspiraban a volverse autónomos (Adorno, 1959).  

Adorno, en esa época, señalaba que la formación, en su sentido genuino, sienta sus bases en la tradición, no puede aprehenderse sin supuestos, y requiere de una autoridad (por ejemplo, la de la ciencia, o la del sabio) que oficie de mediadora entre la tradición y los individuos. Pero, sobre todo, la verdadera formación requiere tiempo y esfuerzo, y para los cultores de la buena voluntad cultural esos dos requisitos van en contra de sus aspiraciones inmediatas. Entonces, como las clases que tienden a posicionarse socialmente no tienen tiempo ni interés en formarse de acuerdo con los requerimientos que la formación exige, comienzan por ideologizar los supuestos en los que se apoyan, eliminan de un plumazo las tradiciones culturales necesarias para darle consistencia y sentido al conocimiento adquirido, y malvenden la autonomía a la que aspiran para terminar sometiéndose a diferentes heteronomías entre las que se destacan los ídolos populares y los líderes carismáticos. Buena voluntad cultural y formación, desde la segunda mitad del siglo pasado, transitan por caminos diferentes: a falta de formación, la pequeña burguesía aspiracional habrá de conformarse, a partir de entonces, con su sucedánea de mala calidad: la seudoformación. 

La seudoformación resulta de la incorporación, por parte de los individuos, de  un bagaje cultural compuesto de ideas, experiencias y prácticas superficiales, inconexas muchas veces distorsionadas por el tratamiento recibido en instituciones y organizaciones gestoras de productos de factura rápida, perecederos e intercambiables por otros del mismo tenor, en función de una demanda de objetos culturales efímeros, simples y de consumo masivo.  

La seudoformación sustituye el rigor en los abordajes, la coherencia interna de los conocimientos y todas las otras características que distinguen a la verdadera formación, por una erudición superficial y una exhibición vulgar de conocimientos que provienen de una divulgación científica a su vez distorsionada, en la medida que pasa del sistema educativo a los MMC (Medios Masivos de Comunicación) y, en tiempos recientes, de esos medios a diferentes espacios de la cibercultura. Lejos de transformarse en un activo cultural para quien se nutre de ella, la seudoformación se convierte en un obstáculo que dificulta la comprensión por la falta de cohesión y coordinación entre las piezas sueltas que conforman el saber adquirido superficialmente, rápido y de fuentes de dudosa confiabilidad. El resultado, concluye Adorno, es un estado mental de confusión y oscurantismo. 

La formación es un rasgo diferenciador y distintivo. Sus requerimientos y exigencias la hacen de difícil acceso. La seudoformación, por el contrario, convalida la intención de “parecer sin ser” y, bajo el ropaje mediático de una formación cultural al alcance de todos, resulta un medio eficaz para la consolidación del democratismo y la vulgarización masiva.

2.6 Igualitarismo y nivelación cualitativa


 

La otra variante del sujeto modernista acentuó la nivelación cualitativa como un efecto del igualitarismo. La nivelación cualitativa construye una nueva normalidad sociocultural de trazo grueso que apunta a diluir las diferencias de roles, estatus y méritos, y todos pasan a ser igualmente importantes. La existencia de una normalidad sociocultural de trazo grueso exige sólo la presencia de unos pocos requisitos que son imprescindibles para el mantenimiento de la cohesión social. Nadie pasa a ser mejor que ningún otro. Para lograr instalar este criterio fue necesario terminar con las distinciones sostenidas sobre criterios de aceptabilidad de tres órdenes. Por un lado, criterios de aceptabilidad cognitivos que evalúan los contenidos de las creencias sobre los estados del mundo utilizando la distinción saber/opinión. Para terminar con este criterio fue necesario, primero, acabar con la autoridad del saber y consolidar el imperio de la doxa. En este cometido el periodismo de opinión, los paneles televisivos y la irrupción de cualquiera que esté dispuesto a decir lo suyo frente a un micrófono cumplieron un rol inestimable. En segundo lugar, aparecen los criterios de aceptabilidad evaluativos que en un orden de mayor generalidad están contenidos en la distinción mejor/peor. Estos criterios de aceptabilidad evaluativos, a su vez, pueden ser éticos, relacionados con las acciones públicas que a la postre serán juzgadas utilizando la distinción correcto/incorrecto y, por último, criterios de aceptabilidad estéticos, relacionados con la afectación del gusto y la sensibilidad colectiva de una época y lugar, y que se elaboran y expresan haciendo uso de la distinción agradable/desagradable. 

Una vez talado el tronco de los criterios de aceptabilidad a partir del cual se desprenden las diferentes ramas que definen jerarquías cognitivas y cualitativas, la cultura moderna se torna insensible a las desigualdades. En general, estos cambios socioculturales impregnados de relajamiento y frivolidad cobraron impulso en la segunda década del siglo pasado, se instalaron socialmente al finalizar la Segunda Guerra Mundial  y consolidaron su posición sociocultural atravesando las formas de trato presencia y expresión de todas las clases sociales, en el último cuarto de siglo. De ese modo el igualitarismo y la nivelación cualitativa dieron lugar al debilitamiento de la autoridad del saber y al deterioro de las formas de sociabilidad que adoptaron el estilo y las maneras de interactuar que predominan en el mundo del espectáculo, particularmente en la esfera del deporte.

2.7 Excluidos e incluidos


 

El ideal de inclusión no pasa de ser una bonita expresión de deseos de muchas plataformas políticas. Sin embargo, en los hechos, la sociedad moderna no deja de batallar contra el problema de la exclusión y, en ese intento, tropieza una y otra vez con los obstáculos estructurales que son propios de la dinámica de su funcionamiento. Por otra parte, la misma idea de inclusión supone la existencia de los excluidos pues, de otra forma, esa misma noción carecería de sentido. De manera que la distinción inclusión/exclusión estuvo y está presente en todas las formas de diferenciación social. 

Estar incluido o no, en la sociedad moderna, depende de que los individuos dispongan, o no, de las condiciones para poder participar de la comunicación interna de cada sistema parcial, es decir, gozan o no gozan de la comunicación afectiva dentro de la familia, reúnen o no reúnen los requisitos para transitar por el sistema escolar, están o no están documentados para acceder a los derechos de ciudadanía, tienen o no tienen dinero para poder pagar, acceden o no acceden al sistema de salud, etc. Dentro de este panorama la exclusión es un resabio de la diferenciación funcional de la sociedad y funciona, para los excluidos, de manera mutuamente condicionante. El que no está incluido en un sistema tiene altas posibilidades de ser excluido de los otros. Si lo quisiéramos decir en términos de la sociología de Pierre Bourdieu, diríamos que las posiciones que cada uno ocupa en un campo social determinan también la posición en los demás campos y, por supuesto, condicionan las posesiones y las disposiciones de sus ocupantes (Bourdieu, 1998b, p. 29). Por otra parte, en nuestra sociedad, la condición de incluido no se adquiere de una vez y para siempre y, por lo tanto, hay que revalidarla a cada momento. La condición de excluido, por el contrario, es más estable. Esto significa que para los excluidos cambiar de situación se hace muy difícil (Dallera, 2012, pp.107-111).

Las circunstancias sociopolíticas y económicas del último cuarto del siglo pasado acentuaron la pendiente que aceleró la caída de los excluidos estructurales y pusieron al descubierto la ineficacia de la buena voluntad cultural como estrategia de ascenso social, hecha a medida de los sectores medios inspirados en el modernismo. En ese contexto, quienes no contaban con los recursos y los requisitos necesarios para remontar la cuesta permanecieron en la zona de exclusión, y quienes fracasaron en el intento de ascenso social mediante la práctica de la buena voluntad cultural, vieron decepcionadas sus expectativas. A partir de ahí, nuestra sociedad supo crear la figura correspondiente para designar tanto a sus excluidos como a los incluidos decepcionados.

2.8 Perdedores e insatisfechos


 

Como dice Sloterdijk, “La Modernidad ha inventado al perdedor. Esta figura, que se mueve a medio camino entre los explotados de ayer y los superfluos de hoy y mañana…” (Sloterdijk, 2010, 54). La denominación se vuelve oportuna para expresar el funcionamiento competitivo de la sociedad entendida como un juego en el que prevalecen, como siempre, los que están mejor preparados para jugarlo. Según Scott Lash estar mejor entrenados para jugar el juego social de nuestra época es poseer las capacidades, habilidades y recursos necesarios para intervenir en los procesos de desarrollo de comunicación e información (C + I) tanto dentro del circuito productivo como en los dominios de la participación sociocultural (Lash, et. al. (1997 p. 159). Según este autor, en conjunto, los perdedores constituyen una subclase que tiene una “movilidad descendente estructural” y carecen de posibilidades de inclusión en los circuitos de información y comunicación. 

Si nos detenemos en esta semblanza, uno podría conjeturar que sólo los excluidos son perdedores. Sin embargo, algunos perdedores también están entre los incluidos. De acuerdo con las exigencias que establece Lash, en la modernidad también hay perdedores entre los incluidos. Los perdedores incluidos son aquellos que se sienten insatisfechos cuando comparan sus expectativas con sus logros efectivos en el plano afectivo, profesional y socioeconómico. En efecto, hay perdedores entre los incluidos que, aun participando en los circuitos de los demás sistemas sociales, fracasaron en la realización de sus expectativas afectivas al no poder construir vínculos íntimos relativamente estables y duraderos, imprescindibles para el mantenimiento y el fortalecimiento del equilibrio emocional. En segundo lugar, nuestra época produce perdedores que están incluidos entre los que ven esfumarse sus expectativas profesionales al no poder obtener placer de la tarea que realizan habitualmente. Por último, hay perdedores incluidos que tampoco pudieron satisfacer sus expectativas socioeconómicas a pesar de los esfuerzos realizados para mejorar su capital social y las propias condiciones materiales de existencia. La insatisfacción en una, alguna o todas estas dimensiones de la vida personal repercute en las otras, y contribuye al deterioro anímico de quienes la padecen. En pocas palabras, la condición de perdedor es consecuencia de la exclusión social, pero también de la insatisfacción individual y, en este último caso, esa condición se asienta en la frustración que atraviesan las condiciones existenciales de vida.

2.9 Resentimiento


 

El estatus de perdedor desarrolla, según Sloterdijk, un “sistema de comportamiento, habla y organización domesticados” (Sloterdijk, 2006, p.  323); un “habitus”, diría Bourdieu, que adquiere la forma de resentimiento. Tanto la exclusión como la insatisfacción son promotoras de ese efecto psicosocial. El resentimiento hace manifiesta la pérdida de reconocimiento y autoestima en los perdedores, y la insatisfacción que afecta a aquellos que, permaneciendo incluidos, vieron decepcionados los empeños puestos en la práctica de la buena voluntad cultural. Max Scheler definió el resentimiento como “una autointoxicación psíquica… que surge al reprimir sistemáticamente la descarga de ciertas emociones y afectos…; tiene por consecuencia ciertas propensiones permanentes a determinadas clases de engaños valorativos y juicios de valor correspondientes. Las emociones y afectos que debemos considerar en primer término son: el sentimiento y el impulso de venganza, el odio, la maldad, la envidia, la ojeriza, la perfidia.” (Scheler, 1938, pp. 14-15)

En nuestro tiempo el resentimiento de los perdedores excluidos aflora en el comportamiento y la reacción que encontraron para hacer frente al ninguneo y el desprecio que creen percibir y sienten de parte de los ganadores. En los perdedores incluidos el resentimiento se expresa como recurso de descarga de las expectativas frustradas. Desde la óptica de los perdedores el resentimiento funciona como reactivo que impugna, por inmorales o injustas, las reglas que los dejaron afuera del juego social, y las desigualdades que juzgan y evalúan como ilegítimas. Conforme la exclusión y la insatisfacción se hacen más extensas, más profundas y más pronunciadas, el resentimiento moderno presenta dos formas expresivas inquietantes que atraviesan todas las clases sociales, y afectan y deterioran los procesos de interacción: Una de esas formas es la agresividad y la otra es la vulgaridad.

2.10 Agresividad contemporánea


 

Sin duda, el resentimiento es una de las fuentes de agresividad cuyo anclaje hay que buscarlo en la insatisfacción experimentada o vivenciada por no haber alcanzado las metas (autoimpuestas o asumidas por imposición ajena), ya sea por motivos que el individuo se adjudica a sí mismo, como por causas imputables a factores externos. Por eso, existe entre los perdedores insatisfechos (no en todos), un vínculo entre su frustración y sus manifestaciones agresivas en diferentes situaciones comunicativas, sobre todo cuando esa combinación se potencia en espacios o ámbitos donde tienen cabida la presencia de otros perdedores con frustraciones diferentes pero con idéntico ánimo.

De las numerosas y variadas definiciones que circulan sobre el concepto de agresión pueden extraerse cuatro notas distintivas: su carácter intencional, su orientación aversiva hacia el objeto o el sujeto agredido, un cierto grado de distorsión en el procesamiento y la interpretación de la información que motiva el impulso y, no por último, sus múltiples formas expresivas, que pueden ser físicas, verbales, incluso icónicas. Se sabe, además, desde los aportes de la psicología social, que una variable que interviene en la potenciación de la agresividad es la imitación y el aprendizaje de ese comportamiento observable y observado en otros, y que opera, dentro de esa esfera, retroalimentando esa animosidad común entre imitados e imitadores. En cualquier caso, la agresividad opera como la disposición a dañar física verbal o simbólicamente a otros, derivada de insatisfacciones o carencias vivenciadas como frustraciones.

Para la sociología de raíz sistémica la agresividad y la violencia pueden ser consideradas como instrumentos inhibidores de los medios de comunicación simbólicamente generalizados dentro de los sistemas de interacción. Quien se muestra agresivo o usa la violencia con otros se comunica impidiendo que su ocasional víctima pueda responder de otra manera. En este sentido, la agresividad y la violencia anulan el uso de otros medios de comunicación: reemplazan a la deliberación o el diálogo en la comunicación verbal, al dinero en el intercambio de bienes y servicios, al amor en las relaciones afectivas, al poder en el ámbito de la política, a la fe en la comunión religiosa. En el extremo del uso de la violencia, quien mata interrumpe la comunicación.

Si prescindimos de la creciente agresividad observable dentro del sistema político en las relaciones de interacción entre funcionarios y entre éstos y los representantes de la política sobre todo en los medios masivos de comunicación, advertimos que nuestra época ha sabido construir dos ámbitos propicios para hacer público el resentimiento y darle rienda suelta a la agresividad compartida. Sin duda, en esa construcción cumplieron un papel difícil de sobrevalorar el avance tecnológico que ayudó a la instalación y expansión de las redes sociales, y la exacerbación del derecho a expresarse públicamente sin restricciones. 

Respecto de las redes sociales ya se ha convertido en un recurso habitual el uso de los “comentarios” a las intervenciones de otros para atacar, insultar, ofender, humillar, descalificar, cualquier apreciación o parecer que no coincida con el punto de vista del agresor. Al mismo tiempo, y mediante idénticas herramientas o estrategias, esos espacios virtuales suelen ser utilizados para dejar constancia, de la envidia, el recelo, o el resentimiento que provocan en uno, los logros de otros siempre acusados de mal habidos o de menor valor que la humildad, la honestidad, la integridad moral, el espíritu solidario o cualquier otra virtud ascética que los perdedores invocan, no pocas veces con una ironía de bajo vuelo, para descalificar públicamente aquellas conquistas que no supieron o no pudieron alcanzar. El mismísimo Nietzsche se hubiera sorprendido del alcance que esta oferta tecnológica puso a disposición del resentimiento de los perdedores insatisfechos.

La protesta colectiva (sobre todo la inorgánica o mal llamada espontánea, porque por lo general es propagada por los grandes MMC), con independencia de lo justo y justificado que pueda considerarse el móvil que la impulsa, constituye el otro canal de comunicación mejor configurado para dar rienda suelta al resentimiento moderno que, en ocasiones, aglutina en una misma convocatoria a excluidos e insatisfechos transformando el acontecimiento y la falta de unidad o cohesión del objeto convocante en oportunidad para la descarga agresiva, a veces orientada a un mismo receptor y, otras veces, dispersada en diferentes destinatarios, según sea la causa o el problema que impulsó a cada uno, a acompañar la protesta. Dicho en otros términos, en las protestas colectivas inorgánicas se congregan individuos con diferentes motivos, dentro de un mismo espacio, para el reclamo cuya descarga agresiva puede estar destinada a un mismo destinatario (un funcionario político) a más de uno (un funcionario, un profesional y un deportista), y a diferentes motivos (el calentamiento global, la corrupción, una demanda no satisfecha, etc.). No pocas veces, en estas manifestaciones, la invitación a la agresión suele imponerse al reclamo que la propicia.

2.11 Vulgaridad moderna

Al haber desaparecido de la escena sociocultural moderna la afectación aristocrática de los comportamientos por la influencia ejercida por el modernismo, las formas de sociabilidad contemporáneas se corrieron hacia el extremo opuesto de la vulgaridad. Desde el último cuarto del siglo pasado la vulgaridad impregnó la atmósfera sociocultural moderna y, en particular, afectó los recursos expresivos en las relaciones de interacción tras la defectuosa performance de la buena voluntad cultural. En el orden individual una vez comprobada la ineficacia de la buena voluntad cultural se instaló la vulgaridad y se expandió a través de todas las clases sociales como estilo predominante que afecta las formas de sociabilidad (presencia, trato y expresión) en los intercambios comunicativos.

El tiempo de la vulgaridad moderna tiene dos momentos. El primer momento es el de la vulgaridad burguesa que está asociado a la buena voluntad cultural y consiste en imitar los gustos y las formas de sociabilidad de la aristocracia para acercarse a ella y diferenciarse de las clases bajas de la sociedad. Las características de la vulgaridad burguesa son la petulancia, la soberbia, la vanidad, el creerse más de lo que se es, el rechazo del autocontrol y de la moderación en las formas de trato y expresión (Buffon, 2019). Además, la conducta vulgar va acompañada de una falta de consideración y, en ocasiones, de indiferencia hacia la presencia y las intervenciones del otro. El exceso de confianza, el descuido en la presentación, la falta de tacto y discreción respecto de los ocasionales participantes en la interacción (es decir, la falta, justamente, de “cortesía”) y el afeamiento voluntario son otros rasgos propios de la vulgaridad burguesa. Por último, y tal vez el rasgo vulgar que engloba a todos los otros es el de la ausencia de sensibilidad, incapaz de captar los matices de las diferentes situaciones y, en particular, de las emociones y sentimientos ajenos. En resumen, el individuo burgués deviene vulgar porque lo definen sus pretensiones de parecer sin ser. Su presunción queda al desnudo cuando, con sus imitaciones de comportamientos de un mundo y de una atmósfera sociocultural a la que no pertenece, acaban por mostrarlo como un ser ordinario, tosco y grosero que quiere parecer desenvuelto y confunde su imitación con la naturalidad de las conductas de quienes, como señala Bourdieu, conocen por su pertenencia de origen a las clases aventajadas, tanto los códigos de comportamientos como las circunstancias en donde corresponde aplicarlos. El segundo momento de la vulgaridad moderna es el de la vulgaridad de masas. Sin que la vulgaridad burguesa desaparezca de la escena social (pues nunca faltarán imitadores con pretensiones de parecer lo que no son), las masas le incorporan el principio de indiferencia cuya aplicación consiste en disolver las distinciones naturales entre individuos y nivelar el valor de las apreciaciones (de conductas, de comportamientos, de juicios o de productos). Para que la vulgaridad de masas pueda instalarse y expandirse socialmente por todas las clases sociales primero fue necesario abolir tres pilares cualitativos que expresan diferencias naturales entre individuos. El primero de los pilares a derribar por el principio de indiferencia es el que reconoce y valora el esfuerzo de autosuperación y distingue a quienes se esfuerzan por superarse a sí mismos de los que se conforman con seguir siendo como son o prefieren ser uno más entre todos. El principio de conformidad es consustancial a las masas modernas. 

El segundo pilar distintivo, inaceptable dentro del proyecto burgués igualitarista, es el que sostiene la autoridad del saber, que ahora debe ser sustituido por el imperio de la opinión. Hay que dar de baja la antigua diferencia entre el sabio, depositario de  la episteme, y la “asamblea de ignorantes” (Sloterdijk, 2005, 82) que se mueve a sus anchas en el medio de la doxa, es decir, al compás de conjeturas y opiniones. Como el concepto clásico de sabio ha caído en desuso, la cultura moderna lo reemplaza primero por el saber científico tecnológico positivo, para terminar luego dándole el golpe de gracia subiendo al podio al intelectual crítico que a su vez termina siendo degradado por los periodistas, los panelistas y los opinadores mediáticos. En su caída, la degradación de la autoridad del saber se asentó en el periodismo de opinión. El último pilar que sostenía las diferencias naturales y que es excluido por el proyecto de la vulgaridad de masas es el reconocimiento del talento, que distingue a los dotados de los no dotados. Solo en el ámbito de los deportes de alta competencia se admite que hay algunos que son “diferentes”. Los autores que dan cuenta de esta desvalorización del talento coinciden en que uno de los terrenos en los que mejor se aprecia es en el campo artístico que supo reemplazar al genio por el productor de obras de factura rápida, y dirigidas al gran público.

Tomadas en conjunto todas estas distinciones abolidas por el principio de indiferencia terminaron con la distinción entre los individuos extraordinarios y el resto de la gente común. Esas personalidades modélicas (el héroe, el santo, el sabio, el genio) que sirvieron, en otro tiempo, como guías y orientación de quienes estaban dispuestos a seguir sus enseñanzas y sus ejemplos dejaron su lugar a las “celebridades” que ahora se las distingue por el éxito económico y la fama adquirida en las arenas del entretenimiento. No es que ya no hay a quien seguir ni que la gente dejó de ir detrás de individuos que encarnan algún valor o idea que considera digna de ser acompañada. La práctica se mantiene, lo que se modificó es la calidad de lo que hay que imitar. En síntesis, la vulgaridad de masas es el último eslabón en la cadena del progresivo deterioro de las instituciones y de formas de sociabilidad. 

Con buen tino Buffon menciona los tres peligros que acarrea la expansión de la vulgaridad moderna. En primer lugar, peligro para el individuo que adopta la vulgaridad como habitus porque deteriora sus comportamientos y, con ellos, los intercambios comunicativos en los que interviene. En segundo lugar, peligro para la sociedad, porque la vulgaridad también socava la armonía colectiva. La sociedad pierde su cohesión al validar todas las formas de comportamiento. Para poder consolidarse, la vulgaridad precisa del relativismo. Por otra parte, la vulgaridad es tanto más peligrosa socialmente porque tiene un efecto contagioso. En tercer lugar, peligro para el funcionamiento y el propósito mismo de las instituciones  modernas. En este punto la vulgaridad socava el funcionamiento y los fines del régimen democrático. Al disminuir la calidad de los gobernantes, elección tras elección, las políticas implementadas se deterioran. Existe entonces el riesgo de ver comenzar un círculo vicioso de vulgaridad recíproca: los gobernantes se esfuerzan por parecer populares y para eso adoptan formas vulgares de presentación que, a su vez, refuerzan el habitus de sus seguidores. El régimen democrático está particularmente expuesto a estos peligros de vulgaridad porque el poder tiene un efecto mimético.

3. Conclusión: hasta aquí llegamos


 

El orden social es el resultado de la producción y el intercambio de realidad significativa entre sujetos sociales. La estabilidad del orden social es siempre relativa. No existe un orden social absolutamente estático. La sociedad mantiene una relativa constancia en sus estructuras (orden social) y eso le permite seguir funcionando, mientras su propia dinámica y su apertura al entorno generan, entre otros cambios, modificaciones en las pautas de orientación cultural (cognitivas y evaluativas) que dan lugar a nuevas realidades significativas que, a su vez, obligan a revisar las expectativas, individuales y colectivas, vigentes hasta ese momento. 

La atmósfera sociocultural de nuestra época es el resultado del cambio en las pautas de orientación cultural, operado en el orden social construido sobre la base de distinciones cualitativas propias de la sociedad diferenciada por estratos. Desde fines del siglo XVIII la burguesía naciente comenzó el trabajo de demolición de las diferencias cualitativas acuñadas al interior de la sociedad nobiliaria. Su estrategia fue reemplazar las prácticas socioculturales aristocráticas por imitaciones de mala calidad, pero hechas a medida de la estatura sociocultural de las pretensiones burguesas dentro de la sociedad de clases. 

Con la instauración de la cultura modernista, al finalizar la Primera Guerra Mundial, se resquebrajó el edificio de criterios y valores construido sobre la base de distinciones evaluativas vigentes en la época anterior. Desde mediados del  siglo XX, la transformación cultural se acelera: la valoración del saber epistémico retrocede, se recluye dentro de los ambientes especializados, y la ética y la estética comienzan a ser motivo de discusión en todos lados.  Esto sucede mientras los medios masivos de comunicación toman el centro de la escena cedido por la escuela como la institución predominantemente formadora y socializadora (después de la familia) y proveedora, hasta entonces, de criterios de autoridad y pautas de sociabilidad. 

En ese nuevo contexto las pautas de orientación de valor empiezan a impartirse desde el lugar del Star sistem; la doxa comienza a tomar más vuelo y la relatividad o, mejor, la relativización de criterios en los dominios del saber, de la ética y de la estética termina por desplazar cualquier posición de autoridad o de poder que, hasta ese momento, estaba legitimada en el imaginario social.  A partir de ese momento, ya no importa qué es lo que hay que saber, cómo hay que actuar o cuáles son las formas de sociabilidad aceptadas y aceptables para interactuar de acuerdo con las exigencias de cada circunstancia; importa más asumir que cualquiera puede opinar sobre cualquier cosa en cualquier momento y lugar, y que ese “derecho adquirido” no tiene prácticamente restricciones (lo que comporta, de hecho, una exaltación del subjetivismo). 

Así, es desde el lugar de los medios y con el ropaje de la opinión que hoy se establece el nexo y la articulación entre el tejido social y el sentido: es la hora del periodista que sustituye al maestro, que, a su vez, en la primera modernidad, con la revalorización del saber y el conocimiento, había sustituido la autoridad del clero, las creencias religiosas y la fe. Es la hora de la seudoformación, que con sus esquemas perceptivos y conceptuales distorsiona el abordaje y acceso a la complejidad de la realidad significativa para sustituirla “por el estar informado puntualmente, sin compromiso, de forma cambiable y efímera, respecto de lo que ha de señalarse ya que se verá borrado un instante después por otras informaciones.” (Adorno, 1959). La autopromovida libertad de expresión defendida y exaltada desde los medios, y la “investigación periodística” desplazan la supuesta autoridad de la investigación científica. La opinión (disfrazada de información o interpretación autorizada), aniquila el conocimiento, y las formas expresivas vulgares ocupan el lugar de la didáctica con el solo objetivo de que “la gente entienda”. 

Los beneficiarios de esta nueva atmósfera cultural utilizan el envión que le proveyó, en su momento, la moda del pensamiento crítico cuya interpretación ideologizada y esquemática, unida al vuelo que toma el individualismo, y la plataforma que le concede el democratismo, aprovechan la ocasión para instalar de manera estable el valor horizontal e igualmente respetable, de todas las opiniones.

En la primera década del siglo XXI se produce el giro informático a través de la masificación del uso de Internet y la institucionalización de las redes sociales. El templo había sido desplazado por el aula que luego fue desplazada por los medios, y ahora los medios se ven parcialmente desplazados por las plataformas y las aplicaciones. Ya no son ni las masas, que se unifican en torno a un liderazgo cultural, ni el público, segmentado de acuerdo con la oferta que provine de los medios, sino que aparecen los usuarios que entran y salen de esos espacios virtuales según sus gustos personales, sus posibilidades de interacción dentro de ese medio, y su disposición a agruparse con otros que comparten afinidades valorativas, temáticas, estéticas o culturales. 

Este nuevo marco cultural permite compartir las propias vivencias y experiencias subjetivas y estandarizar el comentario como nueva forma de explicitar puntos de vistas y opiniones personales sobre las vivencias propias, las de otros, pero también sobre lo que sucede afuera de las redes y tiene repercusión en los medios masivos de comunicación que a partir ahora, en forma de bucle, alimentan las redes, se nutren de ellas, y le dan entidad a la estatura cultural del momento. 

Así, dentro de ese circuito, la modernidad hace entrar en escena al futuro de cada individuo a partir de los sistemas de interacción: si me comporto de tal manera puedo obtener tales resultados. La primera modernidad es la época en que los individuos comienzan a imaginar el propio futuro como una consecuencia de sus decisiones y comportamientos presentes. De esto se desprende que en las nuevas condiciones que plantea la modernidad se produce un ensamble entre el sistema psíquico de los individuos y los sistemas sociales. Ese vínculo está mediado por las pautas de comportamiento institucionalizadas previamente, e incorporadas en los nuevos procesos de socialización.

Del ensamble de individualismo, emancipación y nivelación cualitativa emerge el sujeto modernista que, a partir de mediados del siglo pasado, no sólo experimentó el deseo sino que, además, le dio estatus de reclamo a sus aspiraciones de sentirse importante, valorado y apreciado, implementando la buena voluntad cultural como estrategia para la consecución de sus logros. El fracaso de ese intento, el ascenso de la cultura de masas junto con las transformaciones socioeconómicas del último cuarto del siglo pasado y la masificación de la revolución tecnológica operada desde el comienzo de este siglo, completaron la faena y crearon la figura del perdedor moderno configurando una nueva esfera sociocultural refractaria al esfuerzo por mejorar, en provecho de lo fácil; opuesta al saber, en beneficio del derecho a opinar; e indiferente al talento en favor del éxito. En conjunto, se dio de baja a lo extraordinario para reemplazarlo por lo cómodo, lo accesible y lo común, al alcance de la mano. 

La construcción de la nueva atmósfera sociocultural produjo un clima social cargado de agresividad y un efecto vulgarizador que atravesaron todas las clases sociales y repercutieron en las formas de sociabilidad, en particular en las formas de trato, presencia y expresión dentro de los sistemas de interacción, ya sean presenciales o virtuales. Esa transformación dio lugar a la instauración de una “nueva normalidad” de trazo grueso sostenida en el principio de indiferencia y apoyada en las maneras de ser y parecer gestadas dentro del campo del entretenimiento. Esto terminó produciendo un resultado paradojal: la nueva realidad significativa que excluye a los perdedores o dificulta la inserción de ellos en las prácticas de los diferentes SSP (Sistemas Sociales Parciales), incluye a todos los sujetos sociales, sin distinción de clases (incluidos los perdedores), en la atmósfera sociocultural agresiva y vulgarizada masivamente. 

El resultado psicosocial de esta paradoja se expresa, del lado del perdedor, en el resentimiento hacia las condiciones del entorno y hacia la otra parte de la sociedad que él considera responsables de su fracaso, y, del lado de los “ganadores”, en el desprecio hacia los perdedores a los que ven como el material de descarte de una sociedad que no los contiene ni los necesita porque los considera “inútiles para el mundo” (Castel, 1997, p.465), o “residuos humanos” (Bauman, 2005, p.58). De esas modificaciones impuestas por el cambio social se imponen la agresividad y la vulgaridad moderna como prácticas socioculturales y de ellas emanan los peligros de quiebre individual, deterioro sociocultural y derrumbe institucional que están en exhibición para todo aquel que quiera tomarse el trabajo de observarlos.

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